Jorge Ladino Gaitán Bayona
(Grupo de Investigación en Literatura del Tolima,
Universidad del Tolima)
Ponencia del 13 de noviembre de 2020 en el IV Simposio Nacional de Estudios Literarios, de la Universidad del Tolima.
¿Cuántos presagios poéticos en el título de un libro de cuentos? La memoria adquiere cuerpo cuando su cabeza o rostro es cubierta por un velo. Hasta aquí las posibilidades de la alegoría. No obstante, el autor, Jorge Eliécer Pardo Rodríguez (Líbano – Tolima, 1950), no habla de un solo velo, sino de varios. El cuerpo de la memoria se hace múltiple y colectivo. Cuerpo de la patria, cuerpos de mujeres en blanco y negro, como las bellas fotografías de Los velos de la memoria en la edición de Pijao Editores (2017). Afín a sus miradas melancólicas, los velos tienen sus tristezas. Estamos en los territorios de la prosopopeya o personificación: en el útil está el ser; las cosas se cargan de humanidad. Ya no pensamos solo en prendas, sino también en el acto de velar, un ritual de acompañamiento de los muertos:
Detrás de la fila de agonizantes, Minelia entonaba otra canción, daba agua con sal a las víctimas para acompañarlos en el largo trance de la muerte. Combinaba sal con lluvia. Volvía con sábanas que sacaba de las casas para amortajar a los niños, comprobando que cada uno tuviera la cabeza con la que nació.
[…] Minelia cantó a los niños, a sus niños, ángeles recompuestos. En el corto camino a la tumba colectiva, trajo de su sangre milenaria el improvisado velorio, el anticipado novenario, alabaos o cantos negros, oraciones, adulatorios y responsorios que sus criaturas merecían y les robaban. En su pensamiento, sin detenerse, levantó el cuerpo de cada uno de los infantes para hacer la ofrenda huérfana del gualí. Sus niños negros no estarían en la hilera de la nueva esclavitud (Pardo Rodríguez, 2017, p. 23).
Minelia, protagonista del cuento homónimo, y las mujeres que salvan del olvido a los N. N. para darles nombres de sus hijos y llorarlos como propios en el relato “Sin nombres ni rostros ni rastros” son personajes que trascienden las páginas de un libro. Los hechos violentos de Colombia están tratados estéticamente: usos metafóricos; cadencia de las frases; descripciones de alta visibilidad para que el lector experimente lo narrado y proyecte “la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento” (Cortázar, 1971, p. 406). La belleza sale a salvo en Los velos de la memoria, así las acciones tengan como embrión varias tragedias de este país “donde los disparos / son la partitura / del himno nacional” (Sánchez, 2011, p. 59):
· El desmembramiento del prócer José Antonio Galán en Santander en 1782.
· Episodios de la Guerra de los Mil Días en Ibagué durante 1901.
· La masacre de las Bananeras en 1928.
· El magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948.
· La Masacre de Mapiripán en 1997.
· La Masacre de El Salado en 2000.
· La Masacre de Bojayá en 2002.
· Los “falsos positivos” y la lucha persistente de las Madres de Soacha por recordar a sus hijos asesinados y exigir justicia.
Los anteriores hechos sangrientos y otros en Colombia son indicados al lector como pie de página al final de cada uno de los treinta y dos cuentos de Los velos de la memoria. La ficción declara sus deudas con la historia porque no son los acontecimientos en sí los que hacen grandes a los buenos cuentistas, sino la posibilidad de transcender los argumentos para auscultar la condición humana, sin descuidar los valores estéticos. Como plantea Julio Cortázar, un relato destinado a perdurar es “una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en permanencia. Sólo con imágenes se puede transmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros” (1971, p. 405-406). La alquimia de las imágenes, los recursos de la poesía para construir atmósferas, fundar el ser en el mundo y sugerir, son, justamente, atributos artísticos de Los velos de la memoria.
La experiencia gozosa del lenguaje y el asombro llevan, en todo caso, a repensar nuestra nación y sus infamias. Es “la profunda resonancia” (Cortázar, 1971, p. 406) que suscita un escritor e intelectual al que le duele este país de paradojas, saturado de masacres y fiestas: “La música de acordeones, cajas y gaitas anuncian nuevos fusilamientos” (Pardo Rodríguez, 2017, p. 57). ¿Cómo negar que, desde la Colonia hasta nuestros días, la muerte y la sevicia han renovado sus trucos y protagonistas? En Colombia la “creatividad” de los violentos ha llevado a que los cuerpos de las víctimas sean signos portadores del miedo: “cortes corbata”; “cortes floreros”; desmembramientos con motosierra; decapitaciones; mutilados con cilindros bomba; etc. Tal como expresa José Alejandro Restrepo en su libro Cuerpo gramatical:
La violencia se ensaña con los cuerpos. Cuerpos heridos, abiertos, desmembrados, expuestos en una disolución violenta de las formas, provocan la caída en el abismo del horror. Horror que también fascina. Horror que ejerce su poder político rompiendo violentamente el sentido, sembrando la incredulidad y el miedo, diseminando salvajemente su mensaje didáctico. Teatro del Horror para que el público no olvide. Ritual cuyo proceso o resultado final (aún después de la muerte) tiene que saltar a la vista: Texto, Teatro y Exposición. La destrucción de los cuerpos durante las diferentes violencias que ha vivido el país, pasa siempre por una meditada puesta en escena para potenciar sus signos en escritura. El cuerpo es el espacio gramatical de lo visible y lo legible (2006, p. 26).
Los planteamientos de José Alejandro Restrepo -deudores de los postulados de la antropóloga María Victoria Uribe en Matar, rematar y contramatar- evidencian que la violencia en Colombia ha sido programada, sistemática y manipulada por poderes legales e ilegales, de extrema derecha y extrema izquierda. Se han lucrado con la manipulación del odio y el robo de tierras a campesinos a quienes el miedo obligó a abandonar sus fincas. En este país es inaceptable que varios sectores políticos hayan negado, en distintos momentos, la existencia del conflicto armado. Colombia no se horroriza de ser primer puesto en desplazamiento forzoso a nivel mundial. Afortunadamente, para no ser cómplice del olvido, “cepillar la historia a contrapelo” (Benjamin, 2007, p. 26) y representar estéticamente nuestro pasado y presente existen Los velos de la memoria.
Las elecciones argumentales de Jorge Eliecer Pardo Rodríguez llevan al lector a profundizar sobre los referentes históricos que provocan el acto estético. Más allá de la sevicia real, lo primordial es que el artista no cae en los territorios de la violencia explícita. Estamos ante un escritor de oficio. La literatura no sólo apunta a qué se dice, sino, ante todo, a cómo se dice. Bien advirtió el Nobel colombiano a los narradores de la violencia a finales de la década del cincuenta: la buena literatura es “el arte de no poner los pelos de punta” (García Márquez, 1992, p. 649). En lugar del “exhaustivo inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas, los sexos esparcidos y las tripas sacadas” (p. 648), el escritor de ficciones puede enfocarse en las consciencias de los sobrevivientes, y “el ambiente de terror que provocaron esos crímenes” (p. 648).
En el caso de la mayoría de las ficciones de Jorge Eliécer Pardo donde las narraciones comienzan luego de los hechos sangrientos, al lector llegan, con finas pinceladas, frases breves que advierten sobre lo ocurrido en el contexto, pero luego es llevado a la mente de los personajes. Más que acciones del exterior importa el interior de los protagonistas: la tristeza por el pueblo destruido; los temores de ser mañana carne de cañón; preguntas sobre la suerte de amigos y seres queridos. El escritor tolimense, quien tiene experiencia en la creación lírica, sabe que en un libro pueden habitar las voces poéticas. De ahí la multiplicidad de narradores en Los velos de la memoria. Quien cuenta en cada relato abre su conciencia al mundo para entretejer su memoria familiar y la memoria colectiva.
Al dejar hablar a todos los silenciados hasta los muertos tienen su espacio para el monólogo. Piénsese, al respecto, en la sección “Las voces del cuerpo”, donde cada relato es narrado por una cabeza cercenada. La parte rememora el todo, el cuerpo al que pertenecía, sus pulsiones de vida y muerte en un país donde no hay respeto por el dolor ajeno. Mientras unos lloran por la pérdida de sus seres queridos, otros se burlan y son capaces de juegos macabros con los cadáveres. Al respecto está “Cabezas 1”, el cual, como dice en el pie de página, “refiere hechos ocurridos en Urabá, Antioquia, Colombia, el 27 de febrero de 1997” (Pardo Rodríguez, 2017, p. 118). En este texto, la cabeza de Marino López Mena, luego de la decapitación, deja su testimonio. Fue una de las víctimas de la Operación Génesis, en la cual fueron asesinados “supuestos colaboradores de la guerrilla”. La cabeza fue exhibida como trofeo y los pobladores obligados a presenciar un espectáculo:
Volví a la luz por fugaces momentos, en la mitad del campo de fútbol. Cuando me pusieron en el punto central, escuché a los habitantes de Bijao soltar un ¡ay! largo, lastimero. Los equipos de paramilitares y soldados iniciaron el partido. Sentí la primera patada en la sien derecha y empecé a rodar. Pude ver en las vueltas el cielo despejado, escuchar nítidamente los gritos de los jugadores y, más allá, otros ayes de mis dolientes […] Del amarillo brillante de la tarde empezó el azul y luego el gris. […] Había muerto muchas veces, en la sangre de otros sacrificados. Era el tiempo de la nueva esclavitud. Lo último que oí fue a uno de los jugadores que gritó que el balón había sacado la mano, que la próxima vez lo inflaran mejor para el partido (Pardo Rodríguez, 2017 p. 118).
La barbarie convertida en juego. Patear la vida y la muerte para amedrentar poblaciones. Gritos de gol para silenciar la memoria histórica. Así hemos sido como colombianos y latinoamericanos: remplazar la transmisión en vivo de la Retoma del Palacio de Justicia (6 de noviembre de 1985) por un partido de Millonarios contra Unión Magdalena; masacres y asesinatos de líderes sociales cuando la pasión patriótica apunta sus ojos a la Selección Colombia. Quizás en esos momentos, sin quererlo, nos convertimos en personajes de El ensayo de la ceguera: “Ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven” (Saramago, 2001, p. 439).
“Cabezas 1” nos lleva a recordar uno de los más notables cuentos del escritor tolimense Camilo Pérez Salamanca: “Bola de Carne” (1984). En este relato un profesor es detenido durante la Dictadura Militar de Jorge Videla en plena realización del Mundial Argentina 1978. Tras las torturas del interrogatorio clandestino los militares lo llevan en la noche a una cancha de fútbol, patean su cuerpo hasta pasar la línea de arco mientras gritan “Gooooooooooollllllllllllazoooooooooooo de Mario Kempeezzzzzz” (p. 97). Los relatos de Jorge Eliécer Pardo y Camilo Pérez Salamanca nutren una línea temática de la cuentística del Tolima en relación al balonpié: “Los premios”, de Héctor Sánchez; “El fanático”, de Libardo Vargas Celemín; “Lateral sur”, de Elmer Jeffrey Hernández Espinosa; y el libro de relatos Fútbol de carnaval, de Óscar Perdomo Gamboa.
En este país todo el posible. Cómo no palidecer, por ejemplo, al saber que en un cementerio de Puerto Berrio (Antioquia) hay madres que adoptan tumbas de N.N. para cuidarlas y llorar esos restos desconocidos como si fueran sus familiares. Madres que sienten el pais en las entrañas. Inevitable es pensar en esas historias de Puerto Berrio sabiamente eternizadas desde la crónica por la periodista Patricia Nieto Nieto en su libro Los escogidos, publicado originalmente en 2012. Cuatro años antes de la primera edición del libro de Patricia Nieto, Jorge Eliécer Pardo Rodríguez advertía desde la ficción la existencia de estas y muchas otras mujeres a lo largo del territorio nacional que adoptan cuerpos desmembrados, flotando por los ríos de Colombia. Justamente el relato titulado “Sin nombres, ni rostros, ni rastros”, ganador del Primer Concurso Nacional de Cuento sobre Desaparición Forzada en 2008:
A todas en el puerto nos han quitado a alguien, nos han desaparecido a alguien, nos han asesinado a alguien, somos huérfanas, viudas. Por eso, a diario esperamos los muertos que vienen en las aguas turbias, entre las empalizadas, para hacerlos nuestros hermanos, padres, esposos o hijos.
Cuando bajan sin cabeza también los adoptamos y les damos ojos azules o esmeralda, cafés o negros, boca grande y cabellos carmelitas. Cuando vienen sin brazos ni piernas, se las damos fuertes y ágiles para que nos ayuden a cultivar y a pescar. Todos tenemos a nuestros NN en el cementerio, les ofrecemos oraciones y flores silvestres para que nos ayuden a seguir vivos (Pardo Rodríguez, 2017, p. 89).
La frase final del fragmento alude a duelos difíciles. Ante los peligros de la melancolía, del dolor extremo, de los abismos oscuros del ser y las trampas de la esperanza, de una u otra manera hay que aceptar las pérdidas y seguir adelante por las familias sobrevivientes. A semejanza de acciones ingeniosas de los colombianos para obtener sustento económico en este país de inequidades sociales, aún en los duelos está la cultura del rebusque: inventar formas insospechadas de rituales de despedida poniendo a los N.N. los nombres de hijos, esposos y hermanos; ungir lo desconocido de recuerdos e historias familiares para que al rebautizar la muerte la existencia propia encuentre un vote salvavidas. Ante la imaginación pervesa de los criminales las víctimas anteponen la imaginación solidaria: “Por eso creemos que nuestros muertos, los descendientes sacrificados que nos da el río, reemplazarán a tantas familias que mendigan por Colombia. Mi esposo seguramente ha sido redimido por otra madre desconsolada” (Pardo Rodríguez, 2017, p. 95). Lo mutilado por los asesinos es tejido de manera inédita, pero sensible, por manos y almas cariñosas. Tal como destaca Eugenia Muñoz, “las mujeres en esta obra son la antítesis de los victimarios. Aunque no haya nada que puedan hacer para evitar el destino trágico infrahumano de las víctimas propias y adoptadas, les dan lo más valioso que tienen: Amor de madre, esposa, hija o hermana” (2019, p. 228).
En Jorge Eliécer Pardo Rodríguez hay convicción estética y ética: nunca descuidar la belleza; narrar, poetizar y reflexionar a la vez, sin angustiarse por las camisas de fuerza de los géneros literarios; encarar desde la ficción la historia de Colombia, sus miserias, crímenes, desplazamientos y desapariciones forzadas. No en vano el primer epígrafe del libro: “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido” (Kundera, citado por Pardo Rodríguez, 2017, p. 11). Hilar la memoria colectiva es posible en Los velos de la memoria. Desde el rigor con la palabra, los recursos poéticos, juegos narrativos con el tiempo y el espacio, el escritor hace un oficio igual de admirable al de madres colombianas que hilan o cosen para sacar adelante sus proyectos.
Inevitable es pensar en mujeres, no sólo por las fotografías del libro, sino también porque ellas son protagonistas en Los velos de la memoria. Cuentan y cantan donde el miedo acecha. Son manos que lloran y ofrecen ritos funerarios luego de una masacre. Aceptan como familiares a cadáveres flotando en el río. Mujeres a quienes un solo arquetipo no sería suficiente para rendir homenaje porque son todas a la vez: Scherezadas que cuentan; Penélopes que tejen y destejen; Antígonas que confrontan prohibiciones de enterrar cuerpos en este país donde abundan los Creontes.
Ahora bien, el todo no sólo se urde de mitologías y tragedias, también de mujeres de carne y hueso de nuestra nación, humildes, solidarias y tenaces en su lucha por denunciar los crímenes de sus hijos. Mujeres como las Madres de Soacha, a quienes dedica uno de los relatos Jorge Eliécer Pardo: “El ángel de los ojos azules”. Ellas aún reclaman ante Colombia y el mundo la necesidad de justicia. Visibilizan sus tragedias en plazas públicas, a semejanza de Las Madres de la Plaza de Mayo, hoy Abuelas de la Plaza de Mayo. Intervienen en el arte para dar a sus seres queridos una morada espiritual. Piénsese, por ejemplo, su participación en el documental Retratos de familia, dirigido por la ibaguereña Alexandra Cardona Restrepo (2013), su actuación en la obra teatral Antígonas, tribunas de mujeres (2013, TramaLuna Teatro), de Carlos Satizábal. Sus cuerpos en blanco y negro posan como si estuvieran enterrados para la exposición Madres Terra, del fotógrafo Carlos Saavedra (exposición ganadora del Premio Everyday Heroine Award Grant, de la Fundación Youmanity de Londres en octubre del 2017). Poesía, artes visuales y narrativa no han guardado silencio frente al horror. Cuando las armas apagan vidas, el arte les devuelve el fuego a través de la belleza.
El compromiso poético con la memoria histórica está en la obra narrativa de Jorge Eliécer Pardo Rodríguez; en sus cuentos y en su Quinteto de la frágil memoria, conformado por las novelas El pianista que llegó de Hamburgo(2012), La baronesa del circo Atayde (2015), Trashumantes de la guerra perdida (2016), La última tarde del caudilloy Maritza, la fugitiva (2018, Premio Internacional de Novela José Eustasio Rivera), Tal como plantea Raymond Williams, Jorge Eliécer Pardo es “un escritor netamente faulkneriano y bien enraizado en la gran novela moderna del siglo XX” (2019, p. 226). De ahí su destreza narrativa para instaurar en la ficción las conciencias de sus personajes. Estos dejan de ser criaturas de papel y se convierten en presencias vivas, cercanas al lector, testigos de la muerte y el destierro, del infinito odio, pero también del amor y la solidaridad de las víctimas. Es ahí cuando los personajes se convierten “en compañeros fieles. Las criaturas del poeta son más verdaderas que las criaturas de carne y hueso porque son inagotables. Por eso son mis amigas, mis compañeras, gracias a ellas nos unimos a otros seres humanos en la cadena de los seres y en la cadena de la historia” (Todorov, 2007, p. 83).
La obra narrativa de Jorge Eliécer Pardo merece ser leída y disfrutada estéticamente. En ella hay un hondo humanismo donde lo local y lo universal interactúan para recordarnos cuántas heridas incurables dejan las guerras, que más allá de las cifras de muertos, desaparecidos y desplazados, hubo idilios, familias e historias de amor quebradas. Por eso el escritor posiciona sus narraciones desde la óptica de las dadoras de vida: ninguna causa ideológica justifica las masacres; el cuerpo de la patria patea vientre adentro. La literatura es un sueño compartido y el pacto ficcional nos exige sentir los personajes. Entonces, también somos madres mientras leemos y como las protagonistas del cuento “Sin nombres ni rostros ni rastros” el río de la historia nos habla, nos confronta y advierte que quedan muchos llantos por habitar, pero también utopías e hijos por salvar: “Sabemos que cada uno tiene los muertos que el río buenamente le entrega. No importa que seamos un pueblo de mujeres, de fantasmas, o de cadáveres remendados, no importa que no haya futuro. Nos aferramos a la vida que crece en los niños que no han podio salir del puerto” (Pardo Rodríguez, 2017, p. 96).
Referencias
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