Bienvenidos al blog de Jorge Ladino Gaitán Bayona, escritor en formación y doctor en literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Integrante del Grupo de Investigación en Literatura del Tolima y profesor de la Facultad de Educación de la Universidad del Tolima. Aquí la literatura, el cine y la música entrelazan sus misterios.
jueves, diciembre 04, 2014
lunes, diciembre 01, 2014
LA ESCRITURA COMO CÁMARA DE TORTURAS: MÚSICA LENTA, DE NELSON ROMERO GUZMÁN
Por Jorge Ladino Gaitán Bayona.
Profesor de Literatura de la Universidad del Tolima.
Hay
prólogos que rompen con el incienso mutuo de los escritores. Más allá de análisis
y lisonja, son el verdadero inicio de la ficción. Desde allí está funcionando
la imaginación, la parodia y la transgresión de la tradición literaria.
Recuérdese, por ejemplo, la primera parte de Don Quijote de la Mancha, donde Cervantes juega a ser el autor de
su propio prólogo, se ríe de quienes ponen al inicio de sus creaciones sonetos
de “duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos” (2012, p.
9). Se dirige a un “desocupado lector” (p. 7) para que juzgue su novela a su
antojo pues hasta él mismo se siente padrastro de don Quijote, no un padre
ciego ante los defectos de su criatura: “Acontece tener un padre un hijo feo y
sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para
que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas” (p. 7). A veces los poetas remplazan los prólogos por
poemas donde anuncian elementos de su escritura. Charles Baudelaire, en el
texto inicial de Las flores del mal, advierte
que su libro habla del tedio, el crimen y los vicios de la condición humana:
“Hipócrita lector, -mi semejante-, mi hermano” (1944, p. 8). El Conde de Lautréamont, en el canto primero
de Cantos de Maldoror, anuncia que su
libro está poblado de monstruosidades: “Hay quienes escriben para lograr los
aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón que la fantasía inventa
o que ellos pueden tener. Pero yo hago servir mi genio para representar las
delicias de la crueldad” (1970, p. 15).
En
esa línea de “representar las delicias de la crueldad” (p. 15) y de violentar
al lector, se ubica Música lenta
(2014), de Nelson Romero Guzmán, poeta colombiano nacido en 1962 en Ataco-Tolima.
Ganador del Premio Nacional de Poesía Fernando Mejía Mejía (1992), Premio
Nacional de Poesía Universidad de Antioquia (1999) y Premio Nacional de
Literatura –modalidad poesía- del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de
la Alcaldía de Bogotá (2007). Autor de los libros de poemas Días sonámbulos (1988), Rumbos (1993), Surgidos de la luz (2000), Grafías
del insecto (2005), La quinta del
sordo (2006), Obras de mampostería
(2007) y Apuntes para un cuaderno secreto
(con la mexicana Kenia Cano, 2011). A nivel ensayístico ha publicado El porvenir incompleto, tres novelas
históricas colombianas (2012) y El
espacio imaginario en la poesía de Carlos Obregón (2012). Música negra, su última publicación, hace
parte de nueve libros de la Colección Letras de la Fundación Arte es Colombia (coordinada por Francia
Escobar de Zárate), donde figuran también los poetas Juan Manuel Roca, Horacio
Benavides, Rómulo Bustos Aguirre, Andrés Matías, Alfredo Vanín, María Clemencia
Sánchez, Jotamario Arbeláez y Jaime García Maffla.
En
la primera sección de Música lenta se
encuentra el “Prólogo a cargo de Sylvia Plath (1933-1963)”. La escritora
norteamericana es despertada de la muerte y obligada a hacer el prólogo. Por
eso dirige su furia contra el poeta: “Quien escribe como tú, arruina. Se le
debe prohibir la imprenta, escondérsele todo el papel. Mas no te enojes, no por
eso la poesía te niega, aunque tú la traiciones. Ella te cose con hilo la
cicatriz de los párpados […]
Nelson, te lo pido, no escribas más, nunca te leerán. Déjame descansar en paz”
(Romero Guzmán, 2014, p.p. 9-10). Silvia
Platt se duele de un poemario cuyas páginas no debieran abrirse: “Los lectores
serán expulsados de este libro” (p. 9). ¿No se supone que los libros son morada o, al
menos, hotel de paso, para quien lo escribe y lo lee? Esa es, justamente, la
belleza incómoda que propone Nelson Romero Guzmán en Música lenta: no hacer una oda convencional del arte y de las
posibilidades curativas de la catarsis y la sublimación, sino hablar de la
escritura como condena, de insomnios que desangran extrañas visiones, demonios
que agobian y nunca es posible el exorcismo. La literatura deja de ser una “forma de la
felicidad” para convertirse en castigo de quien intenta con palabras matar una
obsesión, tal como indica el poema en prosa “Animal de oscuros apetitos”:
Un animal se come mis escritos. Ha
engordado, pero no lo he podido matar. Escribo para darle muerte y mientras
tanto no dejaré de escribir […] Un día de estos le construiré
una trampa mortal: el poema con dos ruedas dentadas girando sobre un molino de
piedra, tan enorme que lo aplaste en mi cuarto sin ninguna misericordia. Una
vez se apruebe su muerte en los periódicos, por fin me habré vengado de todos
los libros que escribí como trincheras para salvarme de sus nocturnas caserías
(p. 12).
El
poema convertido en cámara de suplicios. El poeta propone un curioso juego
metaficcional (No Nelson Romero Guzmán, sino el Nelson que poetiza Música negra). Sus libros no surgieron
por una aspiración de inmortalidad a través de la belleza; nacieron a pesar de
él, son crímenes que quisiera vengar. ¿Dónde queda entonces el lector? Quizás -atendiendo
a las coordenadas propuestas por la ficción- el lector sea un sádico pues
disfruta el mal ajeno y se extasía, página tras página, mientras el poeta
confiesa sus heridas. El dolor del escritor es la felicidad del sádico lector.
Por eso este último disfruta cuando le resaltan que en las palabras hay
prisiones, infiernos y cadenas perpetuas que
imponen los malignos seres que brotan de las entrañas del poeta, así se
vislumbra en “La escritura del demonio”: “Sobre la mesa la página, los
tornillos a los dedos,/ los cables al corazón y al cerebro,/ después girar
hacia el oriente la máquina de tortura/ para que sobre lo blanco se derrame la
negrura,/ y todo para que el diablo viva feliz” (p. 26). Lo curioso, en todo
caso, es que cuando el poeta busca otra voz recurre a la de un poeta maldito,
una máscara angustiosa que arde en el rostro, tal como se percibe en estos
poemas: “Posiblemente este poema sacado del bolsillo de Jean Genet (¿en 1934?)
en un café de Katowice, antes de ir a la cárcel”; “Titulado Poema para no ser leído por los niños,
seguramente escrito en 1871, en Tarbes, por Isidore Lucien Ducasse, Conde de
Lautréamont, designado a sí mismo el hermano de la sanguijuela”.
El
poeta desea ajustar cuentas con quienes gozan la lectura sin presentir los
suplicios de los artistas. En su poema “Música negra” imagina un concierto
donde los instrumentos son armas letales
y sus sonidos se encargan de aniquilar a los asistentes mientras escuchan una
sinfonía: “Con esa música se mata,/ no sabes que asistes a un fusilamiento (…)
Por la puerta de la felicidad has entrado al infierno” (p. 35). Quizás este
último verso contiene la clave temática de la más reciente creación de Nelson
Romero Guzmán, su Música negra,
ese Frankenstein que sueña destruir a escritores y lectores.
Referencias
Cervantes, M. (2012). Don
Quijote de la Mancha. Madrid: Punto de Lectura, Prisa Ediciones.
Baudelaire, C. (1944). Las flores del mal. México: Editorial Leyenda.
Lautreamont, Conde de. (1970). Los cantos de Maldoror. Barcelona. Barral Editores.
Romero Guzmán, N. (2014). Música lenta. Bogotá: Fundación Arte es Colombia.
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Para citación:
Gaitán
Bayona, J.L. (30 de Noviembre de 2014). La escritura como cámara de torturas: Música lenta, de Nelson Romero Guzmán. Facetas, Cultura al día, de El Nuevo Día, el periódico de los
tolimenses, Ibagué, p. 6C.
sábado, noviembre 29, 2014
CENTENARIO DE CHARLOT: CHAPLIN Y LA LITERATURA
Por Jorge Ladino Gaitán Bayona
Profesor de Literatura de la Universidad
del Tolima, Colombia
En 1929 la Gaceta Literaria de
España publica una serie de poemas de Rafael Alberti que se convertiría en el
libro Yo era un tonto y lo que he visto me haría dos tontos. Allí
el poeta rinde homenaje a cómicos como Buster Keaton, Harold Lloyd, Stand
Laurel, Oliver Hardy y Charlie Chaplin. Sobre este último tiene un
bello poema titulado “Cita triste de Charlot”:
Mi
corbata, mis guantes,
mis guantes, mi corbata.
mis guantes, mi corbata.
La
mariposa ignora la muerte de los sastres,
la derrota del mar por los escaparates.
Mi edad, señores, 900.000 años. ¡Oh!
la derrota del mar por los escaparates.
Mi edad, señores, 900.000 años. ¡Oh!
Era yo
un niño cuando los peces no nadaban,
cuando las ocas no decían misa
ni el caracol embestía al gato.
Juguemos al ratón y al gato, señorita.
cuando las ocas no decían misa
ni el caracol embestía al gato.
Juguemos al ratón y al gato, señorita.
Lo más
triste, caballero, un reloj:
las 11, las 12, la 1, las 2.
las 11, las 12, la 1, las 2.
A las
tres en punto morirá un transeúnte.
Tú, luna, no te asustes;
tú, luna, de los taxis retrasados,
luna de hollín de los bomberos.
Tú, luna, no te asustes;
tú, luna, de los taxis retrasados,
luna de hollín de los bomberos.
La
ciudad está ardiendo por el cielo,
un traje igual al mío se hastía por el campo.
Mi edad, de pronto, 25 años.
un traje igual al mío se hastía por el campo.
Mi edad, de pronto, 25 años.
Es que
nieva, que nieva,
y mi cuerpo se vuelve choza de madera.
Yo te invito al descanso, viento.
Muy tarde es ya para cenar estrellas.
y mi cuerpo se vuelve choza de madera.
Yo te invito al descanso, viento.
Muy tarde es ya para cenar estrellas.
Pero
podemos bailar, árbol perdido,
un vals para los lobos,
para el sueño una gallina sin las uñas del zorro.
un vals para los lobos,
para el sueño una gallina sin las uñas del zorro.
Se me
ha extraviado el bastón.
Es muy triste pensarlo solo por el mundo.
¡Mi bastón!
Es muy triste pensarlo solo por el mundo.
¡Mi bastón!
Mi
sombrero, mis puños,
mis guantes, mis zapatos.
mis guantes, mis zapatos.
El
hueso que más duelo, amor mío, no es el reloj:
las 11, las 12, la 1, las 2.
las 11, las 12, la 1, las 2.
Las 3
en punto.
En la farmacia se evapora un cadáver desnudo (Alberti, 1996, p.p. 46- 47).
En la farmacia se evapora un cadáver desnudo (Alberti, 1996, p.p. 46- 47).
Alberti asume como voz poética la del
Vagabundo o Carlitos. Insinúa su dolor por la existencia de una ciudad
obsesionada por el progreso, olvidada de toda posibilidad de trascendencia,
irrespetuosa ante lo sagrado: “La ciudad está ardiendo por el cielo” (p.
46). Lo bajo al ocupar el lugar de lo alto sugiere los nuevos dioses
adorados: edificios, máquinas, autos. La vida reducida a la condición de
supervivencia, individuos convertidos en ovejas que se desesperan por llegar
rápido al trabajo, como la escena inicial de Tiempos modernos (1936),
el largometraje donde Chaplin dirige sus dardos críticos contra el Fordismo y
el Taylorismo, métodos de organización positivista del trabajo para aumentar la
producción en serie de las mercancías y mejorar la eficacia de la mano de obra,
no tanto las condiciones económicas y emocionales de obreros a quienes exigen
el máximo rendimiento. Al igual que el cielo, la luna es desacralizada, es
apenas la de “los taxis retrasados” (p. 46) y la del “hollín de los bomberos”
(p. 46); ha dejado de ser la luna de los enamorados, los románticos y los
locos. De ahí que a través de la prosopopeya Charlot sienta su temor y la
consuele. La infinita bondad del personaje lo lleva a proteger la naturaleza: a
un árbol vagabundo como él lo incita a jugar; al viento lo invita a descansar
en su choza. Esa choza de madera es una metáfora del ser, la casa
íntima del hombre, a la que el arte procura salvaguardar, como plantea
Heidegger en “Hölderlin y la esencia de la poesía”.
Charlot, en el poema de Alberti, no es
indiferente a la muerte de los hombres sencillos: un sastre, un transeúnte, “un
cadáver desnudo” (p. 47). Es cercano al creador de Canto a
mí mismo en su percepción de que “los infinitos héroes
desconocidos / valen tanto como los héroes más grandes de la
historia” (Whitman, 1994, p. 82). Al igual que el poeta norteamericano, por su
cuerpo pasa el mundo, la convicción de que hay algo de gesta en las acciones
cotidianas de los humildes. El yo panteísta de Whitman decía: “Muero con el
moribundo / y nazco con el niño que recogen los pañales. / Yo no soy sólo esto
que se alarga / entre mi sombrero y mis zapatos. / Mira atentamente la
pluralidad del universo” (p. 76). Por su parte, Charlot va más allá de los
relojes, retrocede 900.00 años y es uno con la naturaleza: “…cuando
los peces no nadaban, / cuando las ocas no decían misa / ni el caracol embestía
al gato. / Juguemos al ratón y al gato, señorita” (Alberti, 1996, p. 47). Desde
la imaginación habita un tiempo ajeno a los cálculos y afanes. Gracias al juego
consuela su soledad, la tristeza de saber lejana una Edad de Oro, donde el
hombre era hombre y no un mero número en los engranajes de la modernidad y sus
falsas promesas. Es ahí, justamente, cuando el Charlot de Luces de la
ciudad (1931) y Tiempos modernos (1936) se asemeja a
don Quijote de la Mancha:
He dicho 1605 – 1615, Cervantes, don Quijote, la armadura y el almete. Igual hubiera podido decir 1929 – 1939, Charlie Chaplin, Charlot, la chaqueta negra, el bombín y el bastón. Nunca dos obras han estado tan emparentadas. Las dos grandes etapas de la historia moderna están en ellas captadas del mismo modo. Y admiraríamos menos a Cervantes si no fuésemos hombres de la época de Charlie Chaplin (Vilar, 1964, p. 346).
Don Quijote y Charlot, dos protagonistas
de indumentaria curiosa cuyas acciones cómicas –derivadas de una profunda
humanidad- están cargadas de conciencia social, de insatisfacción por las
sociedades de su tiempo: Una España imperial endeudada cuya riqueza del Nuevo
Mundo llegaba rápido a banqueros extranjeros, la ruina generada por la
expulsión de los moriscos y los gastos desmedidos de los nobles, miseria
en las calles donde pululaban pícaros; Estados Unidos y la Gran Depresión, la
caída en los precios de las cosechas, el desempleo por las nubes, la crisis de
la Bolsa, la especulación de los bancos, entre otros factores cuyas
consecuencias fueron el aumento de hambrientos, suicidas y vagabundos.
Las obras de Miguel de Cervantes y Charlie
Chaplin se sustentan en el principio de la risa carnavalesca y eso permite “una
visión del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente
no oficial, exterior a la iglesia y al estado” (Bajtín, 2002, p. 24). La risa
que generan es ambivalente: “niega y afirma, amortaja y resucita a la vez” (p.
37). De ahí la tristeza que provocan don Quijote y Charlot: en contravía del
mundo en suerte; pocos valoran su honestidad y esfuerzos por cuidar
mujeres desvalidas y huérfanos; van de un lado a otro y observan que las
personas son apariencias, estadísticas, cuidanderos de que la economía funcione
sin importar si son felices los sujetos. El humor tiene la contracara de la
tragedia. Quizás esa sea la razón por la cual el Nobel José Saramago piensa que
“la propia máscara chaplinesca, toda ella en blanco y negro, piel de yeso,
cejas, bigote, ojos como gotas de alquitrán, es una máscara que no desentonaría
nada al lado de las representaciones plásticas del actor trágico”
(2011, p.p. 66).
Chaplin, “sumo poeta de la miseria humana”
–como lo denominó en 1928 César Vallejo en una reseña de En pos del Oro-
logró con Charlot que la comedia cinematográfica no fuera sólo la risa por la
risa, sino que en ella gravitara una conciencia agónica del mundo. Válido es
recordar la advertencia al inicio de El Chico (1921): “una
película con una sonrisa, y tal vez una lágrima”. En pos del Oro (denominada
también La Quimera de Oro) es otro ejemplo de cómo el cine, sin
caer en panfletos o lamentos, puede leer tiempos y espacios específicos sin
descuidar los valores estéticos. En ese largometraje de 1925 está refigurada la
fiebre del Oro en Alaska, los hombres que son capaces de asesinar por tener el
precioso metal, las travesías y muertes de trabajadores que soportaban el duro
invierno. Al respecto, destaca el poeta peruano, “En pos del oro es
una sublime llamarada de inquietud política, una gran queja económica de la
vida, un alegato contra la injusticia social” (Vallejo, 2012). Sin embargo, en
medio del hambre y la decepción, siempre el juego, la risa e imágenes poéticas
como la escena de la danza de los panes, metáfora del hombre que se hace camino
en su lucha por el sustento.
Charlie Chaplin (1889–1977), el genio más
grande del séptimo arte -actor, guionista, director, productor, editor y
compositor musical- hizo que Charlot quedara en los imaginarios universales
como arquetipo: un vagabundo solidario y enamoradizo que ofrenda su dulzura y
humor a los desamparados que encuentra en su periplo. Este Quijote del siglo XX
se desliza de la pantalla a la literatura. Por eso su presencia en poemas y
ficciones. Basta recordar en la literatura latinoamericana: “Canto al hombre
del pueblo, Charlie Chaplin”, de Carlos Drummond de Andrade; “El hombre y el
ángel Chaplin”, de Vicente Huidobro; “Credo”, de Aquiles Nazoa; “Burla burlando
ya van seis delante” y “Más sobre la seriedad y otros velorios”, de Julio
Cortázar; entre otros. De la relación que Chaplin tenía con la literatura dan
cuenta sus poemas y su novela Footlight (escrita en 1948 y
publicada en 2014), novela en la cual se basó Candilejas (1952),
cinta sonora donde el actor británico interpreta a un viejo cómico llamado
Calvero.
Hace cien años nació Charlot, gracias al
cortometraje Kid Auto Race at Venice (1914, conocida en
castellano como Carreras de autos para niños). En “tiempos
líquidos” (Bauman, 2007, p. 14), donde todo es objeto de consumo y los afectos
“escapan de las manos como agua” (p. 19), un acto de rebeldía sería suspender
la inmediatez y conmocionarse con Chaplin y su cine mundo. Charlot no
necesitaba hablar para expresar ideales, críticas sociales y deseos de que el
hombre no fuera medido sólo por el capital que producen sus manos. El personaje
cinematográfico que mejor ha mostrado la alienación y pérdida de transcendencia
del hombre contemporáneo se expresaba con gestos y sonrisas, nunca con la
palabra y sus excesos. Chaplin sabía que “las sirenas tienen un arma más
terrible que el canto: el silencio” (Kafka, 2000, p. 321).
Referencias
Alberti, R. (1996). Yo era un tonto y lo que he visto me haría dos tontos. Madrid: Ediciones Cátedra.
Bajtín,
M. (2002). La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento.
El contexto de François Rabelais. Madrid: Alianza Editorial.
Bauman,
Z. (2007). Tiempos líquidos. Madrid: Tusquets Editores.
Kafka, F.
(2000). El silencio de las sirenas. Cuentos completos. Madrid:
Editorial Valdemar, p.p. 321-322.
Vilar, P.
(1964). El tiempo del “Quijote”. Crecimiento y desarrollo: economía e
historia. Barcelona: Editorial Ariel.
Saramago, J. (2011). El último cuaderno. Santiago
de Chile: Editorial Alfaguara.
Vallejo, C. (2012). En pos del oro, la
obra de mayor anchura estética de Chaplin (reseña publicada originalmente en
Paris, Enero de 1928). Copy Pasted Ilustrado. Recuperado de:
http://copypasteilustrado.com/2012/03/16/cesar-vallejo-chaplin-charles-pelicula-oro-charlot-literatura-cine/
Whitman, W. (1994). Canto a mí mismo.
Bogotá: El Áncora Editores.
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Para citación:
Gaitán Bayona, J. L. (2014). Centenario de
Charlot: Chaplin y la literatura. Candilejas, revista de cine del
Centro Cultural de la Universidad del Tolima, Semestre B de 2014, Volumen 2,
No. 4, p.p. 2-4.
jueves, noviembre 13, 2014
REBELDÍA Y NOSTALGIA EN ADIÓS A LAS MUCHEDUMBRES, DE JOSÉ ÁNGEL CUEVAS
Hubo un tiempo en que “las
cabezas parece que iban a salir disparadas de los hombros” (Cuevas, 1989, p.
18) y el ser humano se sentía en sintonía con lo ocurrido en el planeta, no
sólo porque el rock y el espíritu rebelde desataron un “movimiento de cuerpos y
almas entablado al ritmo del mundo” (p. 19), sino también porque existía un
sentido de solidaridad, memoria e
indignación frente a los abusos cometidos en diversas latitudes: “Estados
Unidos bombardeaba sin piedad/ Vietnam del Norte. / Rusia invadió
Checoslovaquia” (p. 18). Son los años
sesenta, caracterizados por el protagonismo de los jóvenes, la utopía a flor de
piel, el “make love, not war”, protestas y levantamientos contra la guerra, el
imperialismo y la sociedad de consumo. Esa década es evocada en Adiós a las muchedumbres, libro de
poemas del chileno José Ángel Cuevas, publicado en 1989, en el que se recogen
los poemarios Efectos personales y
dominios públicos (1979), Contravidas
(1983), Introducción a Santiago
(1982) y Canciones rock para chilenos (1987).
De los años sesenta conserva
el poeta la visión crítica de una generación que se rebeló contra “un orden
normalizador y falsificable” (Kristeva, 1999, p. 16). Todo lo anterior se
abordará mediante el análisis de los dos poemarios iniciales de Adiós Muchedumbres, debido a que, del
primero al segundo, opera una diferencia significativa tanto en la mirada a la
ciudad como en el tratamiento estético. En Efectos
personales y dominios públicos la ciudad es una enorme plaza pública para
que los ciudadanos se integren, protesten o celebren sus victorias; igualmente,
abundan imágenes poéticas que sugieren libertad, dinamismo y vuelo. En cambio, en
Contravidas, al tematizarse
sutilmente el quiebre histórico generado en 1973 con la dictadura militar de
Augusto Pinochet, priman imágenes de reposo y resignación; además, la ciudad ya
no es el espacio de la colectividad: se pierde el sentido de integración;
estallan las soledades y el miedo.
Tanto el título del libro como el epígrafe inicial
(“a la inmensa y abrumadora mayoría de la población”) sugieren que para el
poeta es fundamental la pertenencia a una comunidad vital donde el sujeto
individual se convierta en colectivo. Él
vive los triunfos y caídas de su colectividad. Ironiza en sus textos líricos a
quien traza sus pasos desde un proyecto individual y, en aras de su propio
bienestar, se torna pasivo, indiferente y proclive al olvido. Precisamente, la vocación de olvido es atacada
en el prólogo titulado “El costo de la vida”. Tal nombre no opera como categoría comercial, sino como una
profunda categoría ontológica, de quien reconoce que el “ser en el mundo”-usando la expresión de Heidegger- tiene un valor
en términos de afirmación de la vida,
solidaridad, sospecha frente a
las lógicas de la civilización y, ante todo, compromiso con la memoria: “Aquí parado sobre un País que no sabe Adónde Va / y habiendo recorrido
buena parte del Libro de la Vida/ declaro: / Que he hecho público algunos
folletos de versos libres / en un momento que no existía libertad alguna a mi
alrededor” (Cuevas, 1989,
p. 5).
El
prólogo es una declaración de principios: la palabra poética no tranza con la
indiferencia o el temor. Frente a un poder hegemónico interesado en que la
gente no sepa hacia dónde va su país, está el poeta situado ante la historia,
señalando coordenadas de tiempo y espacio en sus poemas, es decir, no entregado
a la evasión, la conformidad o el silencio impune. Es el poeta que, sin
descuidar los valores estéticos, se asume como intelectual y busca el progreso
de la libertad. Por lo mismo, no acepta ser testigo mudo de lo que fue Chile en
los setenta y los ochenta. Recrea sutilmente horrores y resignaciones para problematizar
la memoria colectiva. El poeta-intelectual es impulsado por una “vocación para
el arte de representar” (Said, 1996, p. 31). Esta última condición lleva a que en Contravidas José Ángel Cuevas no se
reduzca a la evocación del fervor dionisiaco de los sesenta, sino que también rememore
la fractura de la historia y el sentido de colectividad en Santiago tras la
toma sangrienta de la Casa de la Moneda el 11 de septiembre de 1973 y la
instauración de una dictadura militar que por dos décadas provocó muertes,
desapariciones, exilios y, peor aún, miedos que derivaron en indiferencia. Por
eso el poeta se asume como “Un tipo
de la época”, título justamente de uno
de los poemas. Ahora bien, el mismo hecho de situarse en el
tiempo lo hace consciente del peligro, pero a la vez orgulloso de saberse “vivo”,
no ajeno a la esperanza y la utopía, tal como se evidencia en el prólogo:
Aquí estoy, Vivo, (perdón) con
las manos en los bolsillos o mano sobre mano bajo los edificios que tiran papel
picado sobre mi sombrero, pero dispuesto a emprender el viaje en el primer tren
que pase al Norte con mi V de la
Victoria , a la otra parte de esta cueca larga mi alma.
Quizás venceremos” (p. 6).
Ese posicionamiento (“Aquí estoy, Vivo”) es, siguiendo a Julia Kristeva
en Sentidos y sinsentidos de la rebeldía (1999), el acto de resistencia de quien, frente al poder normalizador que
torna a los ciudadanos en simples números o individuos, se afirma en la
existencia y aspira a representarla o, mejor aún, recrearla, en ese gran viaje
que es la escritura literaria. Se trata
de “atizar la llama” de la “cultura-rebeldía” (p. 23). Es, evidentemente, la
necesidad de transformación y de victoria que anima el prólogo. No en vano el
final es una consigna (“quizás venceremos”). Además, esa rebeldía lleva al
poeta a integrase a la muchedumbre y quebrar el espacio de la “alta cultura” para
dejar que en sus poemas se exprese lo popular: “Mi arte por llamarlo de algún
modo aspira a relacionarse con la fuerza de las cuecas zapateadas y llenas de
calentura (…) un rock pesado y honesto a la vez” (Cuevas, 1989, p. 6).
Desde el inicio del libro
el poeta se insinúa ante el lector heredero de la rebelión cultural y política
de los años sesenta, los cuales dejaron una huella y un espíritu de insatisfacción
que animan los actos del artista. Frente
al tiempo contestatario de esa generación donde existían “fuertes elementos
utópicos en el campo de las ideologías” (Casullo, 1999, p. 10), el poeta siente
nostalgia, incluso pesar de ver a sus compañeros de juventud convertidos en lo
que de jóvenes reprocharon: individuos dóciles y absorbidos por el trabajo,
buenos maridos que cumplen en el hogar y no les importa lo que pasa fuera de
sus casas. A pesar de la tristeza por lo perdido (los amigos desaparecidos, los
años de libre contacto sexual, la irreverencia y trasgresión en las costumbres)
subsiste en el poeta el espíritu inconforme de dicha generación, llevándolo a
que en su obra la rebeldía anteponga la “dignidad de una belleza” (Kristeva,
1999, p. 21) frente al miedo impuesto por Pinochet: “helicópteros militares que
pasan sobre mi cabeza” (Cuevas, 1989, p. 6).
Cuando en Efectos personales y dominios públicos se
vuelca la mirada a lo que representó los años sesenta es clave notar cómo, para
celebrarse la cultura rebelde de esa década, priman imágenes referidas al vuelo: “Volábamos / radioportátil en bluejeans casaquilla de cuero” (p. 9); “esa gloriosa onda de amor /que te agita como
ángel furioso y fascinado” (p. 13); “volábamos sobre una mezcla de dixieblue /
que los negros cantaban con corazón” (p. 13); “los instrumentos / llenaban el
cielo de rugidos y de lágrimas” (p. 14). Nada más adecuado a la intención de abordar
las implicaciones de un decenio con ansias de libertad que a través de imágenes
aéreas, pues estas insinúan dinamismo,
proyección, utopía, ruptura con todo lo que implica conformidad y materialismo. Si la revolución de los sesenta
era un grito de inconformidad contra la sociedad capitalista por convertir al
ser humano en mercancía, nada más conveniente que la voz del poeta en su “voluntad
de volverse aéreo, de romper con una materia rica o de imponer a las riquezas
materiales sublimaciones, liberaciones, movilidades” (Bachelard, 2006, p. 309).
El poeta otorga la posibilidad del vuelo, una “invitación al viaje” (p. 12).
Esta misma es la que se ofrece desde el prólogo antes citado: un viaje que es visita
a la efervescencia de los años sesenta, un recorrido por los setenta y ochenta
para dar cuenta de la mansedumbre de tantos chilenos que, habiendo sido
multitud (colectivo que se unía para movilizarse, disfrutar y sufrir juntos),
se dejaron convertir en suma de soledades (cuatro millones y medio de santiagueños
que poco hablan entre sí por temor a la delación). Esto último es lo que figura
en el segundo poemario de Adiós
Muchedumbres, donde las imágenes remiten a la indiferencia o contemplación
pasiva de quienes -parados en una esquina o asomados desde la ventana- ven
cruzar el mundo.
En Efectos personales y dominios públicos
la voz poética (dirigida a un “tu”, “hermano jack” o lector) maneja un tono de complicidad
y compañerismo; se integra a la multitud
para gozar la ciudad como espacio abierto y dar cuenta de cómo se quiebra el
orden social durante los sesenta. Los personajes del poemario atacan los
establecimientos donde se regula la existencia y se entregan a vivir su
sexualidad sin restricciones. Téngase en cuenta al respecto que el líder de los
chicos rebeldes que figura en varios poemas fue expulsado “por robar del Liceo
el libro de clases” (p. 12) y que el “yo” enunciador del poema disfruta el placer
de los sentidos en un encuentro casual
con una colegiala de quien ni siquiera sabe su nombre: “El corazón se agiganta y late / inolvidable circo mágico de ciegos / porque
tengo tu pequeño pudoroso sexo entre mis dedos / y te agitas y derrites tu boca
desconocida” (p. 13).
El anhelo de felicidad
conlleva a que el ser humano replantee
su relación con el cuerpo, con los demás
y la historia. Se disfruta la vida sin reducirse al “goce idiota” (Zizek, 2000, p. 213)
del consumismo donde la “persona es
patrimonial”. Este anhelo motivó en la década del sesenta “la rebeldía cultural
en el campo de las costumbres, de las normas y de los modelos de vida”
(Casullo, 1999, p. 172). De ahí que el rock y sus cantantes emblemáticos sean
convocados y celebrados en los intersticios textuales porque con ellos se identificaban
los jóvenes que se oponían a la autoridad de sus mayores: “Viejos: / Yo he
formado parte de esos desaliñados y locos del rock / Y bailé / Bailé con el
pelo absolutamente libre / por el puro gusto de echar a andar / la máquina” (Cuevas,
1989, p. 16-17). Quienes fundieron su
grito rockero con el de miles de chilenos victoriosos en las calles cuando su
selección ocupó un tercer puesto en el mundial de futbol de 1962 -“¡VIVA CHILE,
PATRIA DE FUTBOLISTAS, MIERDA!” (p. 10)- se enorgullecen de ser tachados como “ovejas
descarriadas” (p. 9), pues transgredían la moral a través de una sexualidad desaforada,
robando “manzanas del huerto de primavera” (p. 10) y fumando yerba envuelta en
cuadernos de estudio: “recibimos una fuerte paliza / por perversos malos hijos
y / andar fumando / medio a medio de los hechos con el / bolsón y los cuadernos
destrozados” (p. 11).
La lírica de José Ángel Cuevas cambia el tono al
momento de reconstruir cómo muchos de los que soñaron una vida libre de
ataduras están alienados por el trabajo, los asuntos domésticos y las verdades
oficiales que repiten los medios de comunicación. El presente del poeta al momento de la
escritura es una herida provocada por la añoranza de una felicidad que difícilmente
habrá de repetirse, donde la ciudad ya no ofrece un espacio para la comunión del hombre con la muchedumbre:
“Los Beatles nunca más llegaron a juntarse (…) Mis amigos no están; murieron,
se extraviaron, engordaron/ y uno que otro que anda por ahí, / está muy
ocupado” (p. 20). El poeta, incluso, le cede la voz a uno de estos seres abismalmente
cotidianos para que indique su devenir, tal como se percibe en el siguiente
fragmento del poema “El día cae por su propio peso”:
…Harina compré, fideos, sal
y una lechuga ya reseca,
Algún avión viejo circulaba entre las nubes
ecos de martillos por el cielo Sur,
(empiezan a levantarse las primeras fondas
de las Fiestas Patrias).
Mañana llega Julio Iglesias.
Mientras mis hijos vuelven de la escuela.
El día rueda silencioso
llevándonos a todos por la vida, cae
por su
propio peso (p. 21).
Desde
el título del poema se prefigura la rutina insípida, casi insustancial. El hombre
absorbido por la simple supervivencia. Lo que sabe del exterior es lo inmediato
e indoloro. A diferencia de otros personajes celebrados por el poeta que en el
furor de los sesenta estaban en sintonía con el mundo y les dolía los atentados
contra la libertad en Vietnam o en Checoslovaquia, este individuo apenas se
percata de una noticia de farándula: la llegada de Julio Iglesias. Esa
cotidianidad está astutamente ubicada en el
plano del lenguaje, en tanto el poeta otorga la voz a uno de los mismos
“afectados” para que desde su expresión
–poco sorpresiva, nunca rebelde en la construcción de imágenes, limitada
a las descripciones- de cuenta de la linealidad de sus actos. Es el lenguaje
ajustado a la atmósfera del poema y a la situación existencial del individuo
hablante. Éste se deja llevar por el día con mansedumbre pareciendo no notar
que, como declaró en varias ocasiones John Lennon, “la vida es aquello que pasa mientras estás ocupado en otros planes”.
El tipo de personaje que
figura en “El día cae por su propio
peso” figura una y otra vez en Contravidas.
Título sugestivo que posibilita esta pregunta: ¿Personas y hechos que atacan la
vida o individuos en contravía de la vida? Las dos opciones resultan válidas en
el poemario. Con relación a la primera condición de la pregunta resultan
sugerentes estos versos del poema “Un tipo de la época”, pues insinúan que la
vida colectiva en Chile fue quebrantada por el golpe de estado de 1973:
Setentaiuno chispazos de alegría colectiva.
Setentaidós, un fantasma recorre el territorio,
gente se congrega en plazas públicas.
Setentaitrés la ciudad estalla, no me pertenezco a mí
mismo.
Se hace un pesado silencio.
Cuatro, cinco, seis, estoy absolutamente solo
y miro las nubes
siete, ocho, nueve, borro de mi todo sueño etc., etc.
Ochenta y más, converso con los árboles.
Debo consignar alejamiento de Vásquez, Espíndola,
González,
Pérez y darlos por muertos para mí definitivamente (p. 31).
La mutación de ciudad de
muchedumbres a ciudad de ánimas incomunicadas duele al poeta: saber que con quienes
se había compartido una década ahora están exiliados, muertos o callados en sus
casas y trabajos, contradiciendo con sus actos lo que juraron no ser cuando
jóvenes. No en vano, como si se tratara
de la “Balada de los ahorcados” de Francois Villon, el “Poema 3” es la voz de alguien colgado:
“Algunos han caído. / Otros partieron por Europa / Se jugaron el todo por el
todo. / Pero yo aquí colgado /abrazado a esta rama veleidosa / que día a día /
está a punto de quebrarse” (Cuevas, 1989, p. 23). Este hecho fundamental -la
idea de que mientras unos actuaron, otros se quedaron horrorosamente quietos-, permite
abordar el segundo factor que podría dar respuesta al título del poemario: la
existencia de individuos en contravía de la vida. Esto último es finamente
cuestionado pues la voz poética se encarna en algunos de ellos para evidenciar
el estado de pasmosa inmovilidad de quienes se conforman con su rol de
asalariado, padre o esposo, aquel que se queda “parado en una esquina/esperando
que suceda algo” (p. 25).
En definitiva, el poeta
que añora la rebeldía de los años sesenta, la vida en comunidad y la ciudad
como espacio de comunicación, interacción y hermandad, deja que la nostalgia opere
en sus construcciones poéticas mediante formas estéticas que transitan de lo
metafórico a lo conversacional. Así, en Efectos
personales y dominios públicos se da la
evocación del espíritu del rock, del tercer puesto de Chile en el Mundial de
Fútbol de 1962, de los jóvenes en sintonía con lo que ocurría en su medio, pero
también en el mundo. Aunado todo esto al erotismo y la sexualidad transgresora
mediante un tono de camaradería (el “yo” enunciador habla a otro al que
considera hermano) e imágenes poéticas que sugieren la idea del vuelo; por lo
mismo aspiración de grandeza, utopía, voluntad de transcendencia y libertad. Ahora
bien, el viaje emprendido por el poeta cambia su mirada y tratamiento estético
en Contravidas cuando se refiere los
años posteriores a 1973, en tanto el
lenguaje poético es ajustado a una expresión más descriptiva en la cual no
existe la voz amigable que habla a un “tu” con familiaridad. Igualmente, desaparecen
las metáforas del vuelo para dar paso a imágenes que remiten a estados de
resignación de seres que en Santiago se sienten extraños, solitarios y
silenciados por el miedo. No obstante, tal como sugiere el poeta en su prólogo,
de aquellos años rebeldes (los míticos sesenta) hubo de conservar el espíritu
crítico, un enorme sentido de humanidad y la voz de protesta contra el orden
establecido. El prólogo (“El Costo de vida”), al igual que los dos poemarios
formulados en términos de rebeldía (poemas que se dejan circular en oposición a
la dictadura de Pinochet), son una
afirmación de que en la creación de la belleza el poeta puede tener la
condición de intelectual para abordar
críticamente su sociedad y su tiempo.
Referencias
Bachelard, G. (2006) El aire y los sueños. México: Fondo de
Cultura Económica.
Bataille, G. (2001). La felicidad, el erotismo y la literatura,
ensayos 1944-1961. Buenos
Aires:
Adriana Hidalgo Editora.
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paja”: desde Chile, José Ángel Cuevas:
una poesía en la época de la expansión global. Revista de Crítica literaria latinoamericana, año XXIX, No. 58,
Lima-Hanover, 2do semestre, p.p. 159-163.
Casullo, N. (1999). Rebelión cultural y política de los ’60. Itinerarios de la modernidad. Buenos Aires:
Editorial Universidad de Buenos Aires.
Cuevas, J. (1989). Adiós
muchedumbres. Santiago de Chile:
Editorial América del Sur.
Galindo, Ó. (2004). Utopía y distopía en el contexto
político de la poesía chilena de fines del siglo XX. Raul Zurita y José Ángel Cuevas. Memoria,
duelo y narración. Chile después de Pinochet: literatura, cine, sociedad.
Edición a cargo de Roland Spiller, Titus heydenreich, Walter Hoefler y Sergio
Vergara Alarcón. Frankfurt: Vervuert, p.p. 231-248.
Heidegger, M. (2005). Arte y poesía. México: Fondo de Cultura
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Kristeva, J. (1999). Sentido y sinsentido de la rebeldía.
Literatura y psicoanálisis. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, p. p.
159-173.
Said, E (1996). Representaciones del intelectual. México: Editorial Paidós.
Zizek, S. (2000). Mirando al sesgo, una
introducción a Jacques Lacan a
través de la Cultura Popular. Buenos Aires:
Editorial Paidós.
Para
efectos de citación:
Gaitán Bayona, J. L. (2014).
Rebeldía y nostalgia en Adiós a las
muchedumbres, de José Ángel Cuevas. Revista
Ergoletrías. Volumen. 2, Universidad del Tolima, Semestre B de 2014, p.p.
13-18.
viernes, agosto 22, 2014
NELSON ROMERO GUZMÁN Y LA ECFRASIS EN LA ACTUAL POESÍA COLOMBIANA
Por Jorge Ladino Gaitán Bayona
Profesor de la Universidad del Tolima, Colombia.
(Ponencia realizada el 7 de Agosto de 2014, Universidad
Nacional de Costa Rica, Heredia. Jornadas Andinas de Literatura Latinoamericana,
JALLA Costa Rica, 2014)
“No
es fácil llegar al fondo del abismo / para conocer qué tan alta es la luz”
(Romero Guzmán, 2000, p. 43). La antítesis en el verso citado es una
declaración de principios sobre un tipo particular de belleza, aquella que para
ser posible requiere la inmolación del artista en aras de la inmortalidad de
una obra. En el verso podrían estar perfectamente acomodados Baudelaire,
Rimbaud, el Conde de Lautréamont, pero también otros que cambiaron el papel y
la tinta por las telas y los colores para lograr rupturas significativas con la
historia de la pintura: Francisco de Goya y Vincent Van Gogh. Dichos pintores en su condición de artistas
malditos sedujeron al poeta colombiano Nelson Romero Guzmán, quien los
incorpora en sus libros La Quinta del
Sordo (2006) y Surgidos de la luz
(Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia 1999). Los dos libros hacen parte de una trilogía donde el escritor
urde su propuesta estética a partir de la écfrasis. Dicha trilogía cierra con
el libro Bajo el brillo de la luna (en
proceso de edición), cuyo protagonista es Edvard Munch.
Esta ponencia centrará su análisis en el libro Surgidos de la luz. Está estructurada en cuatro momentos: el autor; la ecfrasis; Vincent Van Gogh en Surgidos de la luz; y epílogo. Para la
indagación de la ecfrasis se tendrá en cuenta autores como Michael
Riffaterre, W. J. Thomas Mitchell, Danilo Albero, Luz Aurora Pimentel y Pedro
Antonio Agudelo.
El autor
“Todo
poeta verdadero es necesariamente un crítico de primer orden” (Valery, 1990, p.
98). Un buen poeta es el primer verdugo de las debilidades de su creación. Reflexiona
sobre su oficio, las entrañas de la palabra, sus artificios y misterios. Es
capaz de establecer miradas agudas sobre la obra de otros escritores, generando
polémica en la crítica literaria gracias a la lucidez de sus ensayos. Esto es
clave tenerlo en cuenta a la hora de pensar en Nelson Romero Guzmán, autor
colombiano (nacido en Ataco-Tolima en 1962) cuya labor resulta valiosa en sus
dos libros de ensayos en solitario: El
porvenir incompleto, tres novelas históricas colombianas (2012) y El espacio imaginario en la poesía de Carlos
Obregón (2012).
Nelson
Romero Guzmán es una de las principales voces de la actual lírica colombiana. Ha
sido incluido en antologías colombianas. Participante en diversos festivales
internacionales de poesía. Entre los reconocimientos recibidos se destacan: Premio
Nacional de Poesía Fernando Mejía Mejía (1992); Premio Nacional de Poesía
Universidad de Antioquia (1999); y Premio Nacional de Literatura –modalidad
poesía- del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de la Alcaldía de Bogotá
(2007). Ha publicado los libros de poemas Días
sonámbulos (1988), Rumbos (1993),
Surgidos de la luz (2000), Grafías del insecto (2005), La quinta del sordo (2006), Obras de mampostería (2007) y Apuntes para un cuaderno secreto (con la
mexicana Kenia Cano, 2011). Es Licenciado en Filosofía y Letras de la
Universidad Santo Tomás y Magister en Literatura de la Universidad Tecnológica
de Pereira en convenio con la Universidad del Tolima (tesis laureada,
justamente su investigación sobre la lírica de Carlos Obregón).
Volviendo
a la cita de Paul Valery, es primordial resaltar en Nelson Romero Guzmán su
capacidad de poetizar despojándose de la camisa de fuerza de los géneros
literarios. Varios de sus poemas cuentas historias y a veces hacen digresiones sobre
la misma poesía. Como lo postula Gabriel Arturo Castro, “su creación es de gran
amplitud literaria en temas y formas, colmada de matices innovadores. Allí
enlaza, incorpora y conjuga dos círculos de interpretación: la asimilación de
la poesía a la narrativa y el carácter ensayístico de algunos de sus poemas”
(2013, p. 86). En sus versos la belleza va más allá del artificio de la imagen puesto
que refigura las angustias y satisfacciones del arte. Las piedras y su abecedario religioso se
exploran en Obras de mampostería. Las
formas de escritura de hormigas, polillas, mariposas y otros minúsculos
animales se encuentran en Grafías del
insecto. Las cartas de Vincent Van Gogh a su hermano Théo se reinventan en Surgidos de la luz. Goya, “convertido en
el sacerdote de las grutas abiertas por su pincel” (Romero Guzmán, 2006, p.
29), medita sobre sus brujas y sus cuadros siniestros en La quinta del Sordo.
El
poeta Nelson Romero Guzmán asume con seriedad el juego de la máscara. Deja que
en él surja para cada libro una voz poderosa que no es su yo biográfico. Como
lo resalta en el final de su poema “Carta devuelta” (del libro La Quinta del Sordo), “en mi íntimo ser
batalla otro ser, de negros apetitos” (2006, p. 27). Obviamente en la elección de los protagonistas
de sus poemarios hay una predilección por artistas incomprendidos por las
sociedades de su tiempo que, a pesar de todo, tenían un carácter visionario. No
solamente se encuentran aquí Vincent Van Gogh en el libro Surgidos de la luz o Goya en La
Quinta del Sordo, sino también poemas inéditos que incluyó en la antología Mientras el tiempo sea nuestro: “Poema
seguramente escrito en 1871, en Tarbes, por Isidore Lucien Ducasse, conde de
Lautréamont, designado a sí mismo el hermano de la sanguijuela”; “Poema
atribuido a Antonin Marie Joseph Artaud, escrito en Marsella, en 1925, en
momentos en que se encontraba enfermo por falta de opio, no incluido todavía en
Fragmentos de un diario en el infierno”;
y “Posiblemente este poema sacado del bolsillo
de Jean Genet (¿En 1934?) en un café de Katowice, antes de ir a la
cárcel”.
La ecfrasis
La ecfrasis es una mímesis doble, en tanto se constituye en “una representación
verbal de una representación plástica” (Riffaterre, p. 161). La ecfrasis admite
varios niveles de relación entre la sensibilidad estética del escritor y la
obra visual: la descripción lírica; la interpretación; y la recreación. No se trata de la simple imitación o de
considerar que el escritor deba traducir al lenguaje verbal lo que es propio
del lenguaje pictórico. En este caso lo que opera es la intertextualidad, en
tanto hay actos de resignificación, transformación y reinvención. Es arte que
nace del arte: literatura que se inspira en las artes visuales, no en cualquier
imagen u objeto que se tenga de la realidad.
Frecuentemente se toma la ecfrasis para expresar la
existencia de obras líricas que nacen de las artes plásticas, W. J. Thomas Mitchell en su libro Picture Theory, Essays on Verbal and Visual Representation indica la
necesidad de expandir el campo de acción a toda la literatura, lo que
permitiría hablar de écfrasis en novelas, cuentos, entre otros.
La ecfrasis admite varias modalidades.
Al respecto, Luz Aurora Pimentel en su artículo “Ecfrasis y lecturas
iconotextuales” (2003) presenta la siguiente clasificación:
· Ecfrasis referencial:
“cuando el objeto plástico tiene una existencia material autónoma” (p. 207), y
a partir de ese objeto único -un cuadro o una escultura específica- un escritor
desarrolla su texto literario.
· Ecfrasis referencial
genérica: los textos literarios en vez de “designar un objeto plástico preciso,
proponen configuraciones descriptivas que remiten al estilo o a una síntesis
imaginaria de varios objetos plásticos de un artista” (p. 207). El escritor
puede aludir en su poema varias obras de un artista plástico, indicar sus
temáticas y rasgos sobresalientes en el manejo del color, la luz, entre otros.
Es como si en un poema se ofreciera una
mirada panorámica a la obra extensa de un artista visual.
·
Ecfrasis nocional: “el
objeto ‘representado’ solamente existe en y por el lenguaje” (p. 207). La obra
pictórica que alude o recrea el poeta no es parte del mundo real sino que es
una invención del escritor. Como ejemplo de la écfrasis nocional la autora da A la sombra de las muchachas en flor, de
Marcel Proust, donde se habla del cuadro “El puerto de Carquethuit”, del pintor
Elstir y dicha obra pictórica existe solo en el lenguaje y el relato del
escritor francés.
La ecfrasis es un homenaje de un escritor a un pintor. En ella opera “un efecto de
elogio o, si se prefiere, un discurso laudatorio” (Riffaterre, 2000, p. 166).
Las profundas resonancias que deja en un autor uno o varios objetos plásticos de un artista lo
llevan a construir mundo, fabular, reinventar y posibilitar nuevas formas de la
belleza.
Vincent
Van Gogh en Surgidos de la luz
Bienaventurados
los artistas malditos porque de sus infiernos personales la belleza erigió otros cielos, otras eternidades: vidas locas
que desafían el statu quo; peregrinos
de burdeles y tabernas para cargarse de impulsos eléctricos y luego, en la
soledad ritual, inventar obras sublimes. Artistas que pierden su aureola (tal
como anunciaba Baudelaire en el siglo XIX), sufren en carne propia
tormentos y recriminaciones para que los sentidos se desordenen entre la
multitud y se organicen, nuevamente, a la hora en que las más complejas
operaciones de la mente pulen propuestas estéticas que terminan
convirtiéndose en canónicas.
A
la altura de los malditos que alcanzaron
la condición de genios (donde sobresalen a nivel lírico François Villon,
Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine) habría que situar en la
historia de la pintura occidental a Vincent Van Gogh. Treinta y siete años le
bastaron al pintor neerlandés para consolidar una obra de más de 900 cuadros
que en la actualidad valen millones de
dólares y se ubican en los mejores museos del mundo, pero que en su tiempo poco
dinero le reportaron a su autor, quien sólo logró vender un cuadro en vida.
Vincent conoció “lo infinito de la penuria” (Van Gogh, 2005, p. 196). Para dedicarse
a la belleza debió paliar el hambre con el dinero que le enviaba Théo, su
hermano menor.
La
obra pictórica de Van Gogh, así como su biografía –deambular por Europa,
escándalos con prostitutas, automutilación
de oreja y otros comportamientos rebeldes- están inmersas en Surgidos de la luz (2000),
del autor tolimense Nelson Romero Guzmán. El libro obtuvo el XIV Premio
Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia en 1999. Fue publicado por
primera vez por la universidad mencionada y luego por la Imprenta Departamental
del Tolima. Traducido al inglés por el escritor Andrés Berger Kiss en 2009 bajo
el título Sprung from the light. Sobre Cartas
a Théo y los cuadros de Vincent Van Gogh se configura la intertextualidad
del libro. Como si se tratara de una liturgia, el primer poema (“Para una
iniciación”) es un ritual de preparación donde el poeta confiesa su admiración
por el pintor neerlandés, da pistas sobre los objetos y situaciones del arte
plástico que serán resinificadas y señala que, aparte de creador, será también
mensajero:
¿Quién no hubiera querido ser la
mano de Van Gogh? Estos poemas quisieran, por lo menos, revelar al lector los
secretos de su oreja mutilada. Por ahora sueño que estoy sentado sobre la silla
que dibujó, y que él viene; viene bajo el cielo de Arles, se me acerca y
desenrolla un lienzo transparente a través del cual puedo mirar unas campesinas
barriendo en los patios de su infancia. Más allá, sembradores de patatas, y los
cuervos sobrevolando los trigales por cielos de eternidad. Pero cuando voy a
entrar a una casa que me ha dibujado, despierto asomándome por ventanas
solares. Antes, el pintor me ha pedido que le lleve a Théo una carta (Romero
Guzmán, 2000, p. 9).
El poeta
mensajero se sueña Van Gogh y sabe que sus manos saben pintar a través de las
palabras. Las menciones de la silla, sembradores de patatas, cuervos, campesinas
barriendo, ventanas solares y la oreja mutilada corresponden a cuadros de Van
Gogh. Por lo cual, al ofrecer una mirada panorámica a la obra extensa de un
artista visual, se da la ecfrasis referencial genérica. La ecfrasis se cimenta
en metáforas sugestivas y gestos metaficcionales debido a que la poesía se reflexiona
a sí misma, desnudando al lector sus deudas con el arte pictórico: “Estos
poemas quisieran, por lo menos, revelar al lector los secretos de su oreja
mutilada” (p. 9). Dicha indicación metaficcional es un reconocimiento de los
desafíos que impone la ecfrasis: ir más allá del cuadro, contar los secretos y
pasado oculto en la tela. Esta idea se
reafirma en el poema “Señales de un autorretrato”:
Que
algo suceda en la parte oculta de la tela:
un crimen por
ejemplo, y en la escena
unos ojos al revés y
una oreja vendada.
Todo ocurrido como en
un día sin fecha.
Sólo así nos regalas
la confianza
de que la culpa no es
del cuchillo que mutila,
sino de la mano que trazó, de un crimen, la
gloria (Romero Guzmán, 2000, p. 21).
Se presenta una ecfrasis referencial genérica que
trae a ojos del lector los célebres óleos donde Van Gogh hace sus autorretratos
con oreja vendada. Se vislumbra, más allá del rostro representado, las
lecciones estéticas de quien encuentra en la herida y la experiencia del horror
embriones para la creación artística. Esta concepción del arte como “tortura
intelectual” (Van Gogh, 2005, p. 32) es la que Vincent le indicaba a su hermano
Théo cuando meditaba las palabras de su admirado Jean François Millet: “En el
arte hay que jugarse hasta el pellejo” (citado por Van Gogh; 2005, p. 104). Tras la mano que traza un crimen está la
locura como un estado privilegiado de la lucidez que permite romper con normas
sociales y estéticas, subvertir la tradición artística, innovar y descubrir
formas inéditas de representar la condición humana. Las sensaciones primarias
del sujeto (el dolor o el hambre) adquieren un matiz más espiritual pues, más
que el cuerpo, importa la obra. Así lo reafirma el poeta (ya no en la voz del
mensajero sino del propio Van Gogh) en “Carta”:
Sólo como pan y cerveza.
El hambre es de pinceles, de
telas…
Miro los soles concluir en estas
tardes verdes
que me aguardan una esperanza, y
algo
se crispa en el espíritu
insaciable.
El alba me acoge con brazos
blancos
y creo comer de las patatas que
pinto.
El hambre es de colores.
Envíame un poco de dinero para
ganar los días que vienen,
voy a terminar los bordes de un cielo
por el que quiero escapar (Romero Guzmán, 2000, p. 11).
Tras este poema que habla del hambre está la
antropofagia de Nelson Romero Guzmán a Vincent Van Gogh y sus Cartas a Théo. El poeta conoce a
profundidad la correspondencia del artista neerlandés, ha digerido su malestar
existencial, pero, fundamentalmente, su profunda convicción en sus pinturas (su
catarsis y alimento espiritual). La
simple supervivencia pasa a un segundo plano cuando lo que está en juego es la
belleza, la inmortalidad. De ahí que los sentidos no estén subordinados a sus
registros originales, sino que se funden para dar cuenta de un credo estético a
través de la sinestesia: “El hambre es de colores” (p. 11). El Van Gogh recreado por el poeta colombiano
encuentra el sustento en su propia imaginación: “Creo comer de las patatas que
pinto” (p. 11). Más adelante, en el poema II del apartado “La casa amarilla” el
poeta dice: “Por dentro, un árbol le manaba frutos. / La lucidez ponía un plato
incandescente en su mesa. / Su alma subía al árbol, bajaba de esos frutos y los
servía en el plato” (p. 45).
El acto antropofágico con Van Gogh y su
correspondencia tiene otro ejemplo en “Invitación que hace Van Gogh a Théo desde
un cuarto de postigos cerrados”. A pié de página el autor señala: “Este poema
está construido a partir de diferentes frases tomadas de Cartas a Théo” (Romero Guzmán, 2000, p. 15). Al cuerpo de su poema Nelson Romero incorpora
varias de las líneas más sugestivas del pintor a su hermano mecenas: “Me apena
que la pintura sea / como una mala amante / que poseyera, que gasta / siempre y
jamás es bastante” (citado por Romero Guzmán, 2000, p. 15). Los pensamientos
casi aforísticos de Van Gogh se funden con líneas de la imaginación del
escritor colombiano posibilitando un todo armónico en el que se explora el ser
mismo del arte. La mayoría de los poemas son “artes poéticas” donde el verso se
mira a sí mismo para desentrañar la belleza y los vasos comunicantes entre la
palabra y la pintura, artes hermanas que –parafraseando a Nelson Romero en el
poema citado- funden los bordes de sus cielos para que a través de ellos se
arrojen al vuelo artistas, lectores y espectadores.
El libro tiene poemas depurados en el lenguaje
(tanto en prosa como en verso), llenos de sonoridades, sinestesias y metáforas.
Se siente la agonía del artista que, a pesar del hambre y las deudas, era
dedicado a labor estética. Su negación a la esclavitud del trabajo no era una
simple forma de la pereza, sino la más elevada y sublime expresión del “ocio
creativo”, tal como lo postularon Francesco Petrarca en De vida solitaria, Robert Louis Stevenson en Apología del ocio y Bertrand Russel en Elogio de la Ociosidad. A los ojos del
poeta, el pintor de girasoles era “alguien a quien le fue dada la santidad del
ocio / para pintar la eternidad” (Romero Guzmán, 2000, p. 33).
Epílogo
En una
carta del 15 de Agosto de 1888 Vincent Van Gogh le confesó a su hermano Théo:
“La pintura, tal como hoy aparece, promete volverse más sutil, más música y menos
escultura” (2005, p. 199). Más que el
reconocimiento de las fronteras difusas de las artes, sus palabras parecieran
proféticas frente a cómo sus propios cuadros serían inspiradores de poesía, esa
otra forma de la música, según Schopenhauer y Nietzsche. Sus cuadros y su
existencia maldita serían refigurados líricamente gracias a las posibilidades
de la ecfrasis.
El
artista neerlandés abrevó en su propia desolación y en las múltiples
resonancias de la vida campestre para crear representaciones pictóricas que
alumbraban su condición de demiurgo: “El pintor, en su taller alucinado,
regalaba su camisa a los vientos, excitado de sobrenaturaleza” (Romero Guzmán,
2000, p. 17). Su vida y obra tienen una casa de lujo en la ficción, justamente Surgidos de la luz, de Nelson Romero
Guzmán. El libro enriquece la tradición lírica nacional que ha tomado a Van
Gogh como protagonista, piénsese, por ejemplo, en los
poemas “Una lección de inocencia” de Héctor Rojas Herazo y “Cinco veces Van Gogh” de Juan Manuel Roca, o en los libros Del huerto de Van Gogh (1990) de León
Gil y La casa amarilla (2011), de Jorge Eliécer Ordóñez. Dichos autores se articulan, a la vez, a una prolífica
tendencia iberoamericana que ha generado propuestas líricas entrando en
relación intertextual con la pintura, como bien lo han hecho el chileno Gonzalo
Millán, el mexicano Octavio Paz, y los
españoles Irene Sánchez Carrón, Olvido García Valdés, Joaquín Lobato y Antonio
Colinas, entre otros.
Cabe resaltar que Surgidos de la luz y otras creaciones del escritor tolimense
inspiraron el poemario Raíces (2013),
de Pastor Polanía. Al inicio el autor
reconoce: “Realizado con la lectura de las obras escritas por Nelson Romero
Guzmán, a quien dedico estos poemas” (p. 5).
Varios versos de Nelson Romero - indicados unos a través de epígrafes y
otros finamente aludidos- le permiten a Pastor Polanía erigir su universo
estético en conexión temática con la obra del poeta homenajeado: la búsqueda de
la eternidad mediante la belleza; la miseria, soledad y angustia de artistas
incomprendidos en su tiempo; la obsesión
por Van Gogh, Goya y Chagall.
En Surgidos
de la luz hay una estética de la conmoción en la cual “la poesía es la
instauración del ser con la palabra” (Heidegger, 2005, p. 137). Las angustias y convicciones estéticas
de Van Gogh se recrean desde los valores plásticos, emotivos y sonoros del
lenguaje. Como indica Gabriel Arturo Castro, “por fortuna, Romero Guzmán, ante
el reto de incursionar por la obra del pintor holandés, toma lo esencial: su
alcance profético, la función instituyente, original y ontológica de la imagen,
su profunda y dolorosa complejidad sicológica” (2013, p. 183). En sus poemas la
imagen poética va más allá de la transgresión lúdica de los signos lingüísticos
y contiene en su interior el ser, el mundo, la historia y el Vincent Van Gogh reinventado por la fecunda
imaginación de Nelson Romero Guzmán.
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