Por Jorge Ladino Gaitán Bayona.
Profesor de Literatura de la Universidad del Tolima.
Hay
prólogos que rompen con el incienso mutuo de los escritores. Más allá de análisis
y lisonja, son el verdadero inicio de la ficción. Desde allí está funcionando
la imaginación, la parodia y la transgresión de la tradición literaria.
Recuérdese, por ejemplo, la primera parte de Don Quijote de la Mancha, donde Cervantes juega a ser el autor de
su propio prólogo, se ríe de quienes ponen al inicio de sus creaciones sonetos
de “duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas celebérrimos” (2012, p.
9). Se dirige a un “desocupado lector” (p. 7) para que juzgue su novela a su
antojo pues hasta él mismo se siente padrastro de don Quijote, no un padre
ciego ante los defectos de su criatura: “Acontece tener un padre un hijo feo y
sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para
que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas” (p. 7). A veces los poetas remplazan los prólogos por
poemas donde anuncian elementos de su escritura. Charles Baudelaire, en el
texto inicial de Las flores del mal, advierte
que su libro habla del tedio, el crimen y los vicios de la condición humana:
“Hipócrita lector, -mi semejante-, mi hermano” (1944, p. 8). El Conde de Lautréamont, en el canto primero
de Cantos de Maldoror, anuncia que su
libro está poblado de monstruosidades: “Hay quienes escriben para lograr los
aplausos humanos mediante nobles cualidades del corazón que la fantasía inventa
o que ellos pueden tener. Pero yo hago servir mi genio para representar las
delicias de la crueldad” (1970, p. 15).
En
esa línea de “representar las delicias de la crueldad” (p. 15) y de violentar
al lector, se ubica Música lenta
(2014), de Nelson Romero Guzmán, poeta colombiano nacido en 1962 en Ataco-Tolima.
Ganador del Premio Nacional de Poesía Fernando Mejía Mejía (1992), Premio
Nacional de Poesía Universidad de Antioquia (1999) y Premio Nacional de
Literatura –modalidad poesía- del Instituto Distrital de Cultura y Turismo de
la Alcaldía de Bogotá (2007). Autor de los libros de poemas Días sonámbulos (1988), Rumbos (1993), Surgidos de la luz (2000), Grafías
del insecto (2005), La quinta del
sordo (2006), Obras de mampostería
(2007) y Apuntes para un cuaderno secreto
(con la mexicana Kenia Cano, 2011). A nivel ensayístico ha publicado El porvenir incompleto, tres novelas
históricas colombianas (2012) y El
espacio imaginario en la poesía de Carlos Obregón (2012). Música negra, su última publicación, hace
parte de nueve libros de la Colección Letras de la Fundación Arte es Colombia (coordinada por Francia
Escobar de Zárate), donde figuran también los poetas Juan Manuel Roca, Horacio
Benavides, Rómulo Bustos Aguirre, Andrés Matías, Alfredo Vanín, María Clemencia
Sánchez, Jotamario Arbeláez y Jaime García Maffla.
En
la primera sección de Música lenta se
encuentra el “Prólogo a cargo de Sylvia Plath (1933-1963)”. La escritora
norteamericana es despertada de la muerte y obligada a hacer el prólogo. Por
eso dirige su furia contra el poeta: “Quien escribe como tú, arruina. Se le
debe prohibir la imprenta, escondérsele todo el papel. Mas no te enojes, no por
eso la poesía te niega, aunque tú la traiciones. Ella te cose con hilo la
cicatriz de los párpados […]
Nelson, te lo pido, no escribas más, nunca te leerán. Déjame descansar en paz”
(Romero Guzmán, 2014, p.p. 9-10). Silvia
Platt se duele de un poemario cuyas páginas no debieran abrirse: “Los lectores
serán expulsados de este libro” (p. 9). ¿No se supone que los libros son morada o, al
menos, hotel de paso, para quien lo escribe y lo lee? Esa es, justamente, la
belleza incómoda que propone Nelson Romero Guzmán en Música lenta: no hacer una oda convencional del arte y de las
posibilidades curativas de la catarsis y la sublimación, sino hablar de la
escritura como condena, de insomnios que desangran extrañas visiones, demonios
que agobian y nunca es posible el exorcismo. La literatura deja de ser una “forma de la
felicidad” para convertirse en castigo de quien intenta con palabras matar una
obsesión, tal como indica el poema en prosa “Animal de oscuros apetitos”:
Un animal se come mis escritos. Ha
engordado, pero no lo he podido matar. Escribo para darle muerte y mientras
tanto no dejaré de escribir […] Un día de estos le construiré
una trampa mortal: el poema con dos ruedas dentadas girando sobre un molino de
piedra, tan enorme que lo aplaste en mi cuarto sin ninguna misericordia. Una
vez se apruebe su muerte en los periódicos, por fin me habré vengado de todos
los libros que escribí como trincheras para salvarme de sus nocturnas caserías
(p. 12).
El
poema convertido en cámara de suplicios. El poeta propone un curioso juego
metaficcional (No Nelson Romero Guzmán, sino el Nelson que poetiza Música negra). Sus libros no surgieron
por una aspiración de inmortalidad a través de la belleza; nacieron a pesar de
él, son crímenes que quisiera vengar. ¿Dónde queda entonces el lector? Quizás -atendiendo
a las coordenadas propuestas por la ficción- el lector sea un sádico pues
disfruta el mal ajeno y se extasía, página tras página, mientras el poeta
confiesa sus heridas. El dolor del escritor es la felicidad del sádico lector.
Por eso este último disfruta cuando le resaltan que en las palabras hay
prisiones, infiernos y cadenas perpetuas que
imponen los malignos seres que brotan de las entrañas del poeta, así se
vislumbra en “La escritura del demonio”: “Sobre la mesa la página, los
tornillos a los dedos,/ los cables al corazón y al cerebro,/ después girar
hacia el oriente la máquina de tortura/ para que sobre lo blanco se derrame la
negrura,/ y todo para que el diablo viva feliz” (p. 26). Lo curioso, en todo
caso, es que cuando el poeta busca otra voz recurre a la de un poeta maldito,
una máscara angustiosa que arde en el rostro, tal como se percibe en estos
poemas: “Posiblemente este poema sacado del bolsillo de Jean Genet (¿en 1934?)
en un café de Katowice, antes de ir a la cárcel”; “Titulado Poema para no ser leído por los niños,
seguramente escrito en 1871, en Tarbes, por Isidore Lucien Ducasse, Conde de
Lautréamont, designado a sí mismo el hermano de la sanguijuela”.
El
poeta desea ajustar cuentas con quienes gozan la lectura sin presentir los
suplicios de los artistas. En su poema “Música negra” imagina un concierto
donde los instrumentos son armas letales
y sus sonidos se encargan de aniquilar a los asistentes mientras escuchan una
sinfonía: “Con esa música se mata,/ no sabes que asistes a un fusilamiento (…)
Por la puerta de la felicidad has entrado al infierno” (p. 35). Quizás este
último verso contiene la clave temática de la más reciente creación de Nelson
Romero Guzmán, su Música negra,
ese Frankenstein que sueña destruir a escritores y lectores.
Referencias
Cervantes, M. (2012). Don
Quijote de la Mancha. Madrid: Punto de Lectura, Prisa Ediciones.
Baudelaire, C. (1944). Las flores del mal. México: Editorial Leyenda.
Lautreamont, Conde de. (1970). Los cantos de Maldoror. Barcelona. Barral Editores.
Romero Guzmán, N. (2014). Música lenta. Bogotá: Fundación Arte es Colombia.
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Para citación:
Gaitán
Bayona, J.L. (30 de Noviembre de 2014). La escritura como cámara de torturas: Música lenta, de Nelson Romero Guzmán. Facetas, Cultura al día, de El Nuevo Día, el periódico de los
tolimenses, Ibagué, p. 6C.