Por Jorge Ladino Gaitán Bayona
Hubo un tiempo en que “las
cabezas parece que iban a salir disparadas de los hombros” (Cuevas, 1989, p.
18) y el ser humano se sentía en sintonía con lo ocurrido en el planeta, no
sólo porque el rock y el espíritu rebelde desataron un “movimiento de cuerpos y
almas entablado al ritmo del mundo” (p. 19), sino también porque existía un
sentido de solidaridad, memoria e
indignación frente a los abusos cometidos en diversas latitudes: “Estados
Unidos bombardeaba sin piedad/ Vietnam del Norte. / Rusia invadió
Checoslovaquia” (p. 18). Son los años
sesenta, caracterizados por el protagonismo de los jóvenes, la utopía a flor de
piel, el “make love, not war”, protestas y levantamientos contra la guerra, el
imperialismo y la sociedad de consumo. Esa década es evocada en Adiós a las muchedumbres, libro de
poemas del chileno José Ángel Cuevas, publicado en 1989, en el que se recogen
los poemarios Efectos personales y
dominios públicos (1979), Contravidas
(1983), Introducción a Santiago
(1982) y Canciones rock para chilenos (1987).
De los años sesenta conserva
el poeta la visión crítica de una generación que se rebeló contra “un orden
normalizador y falsificable” (Kristeva, 1999, p. 16). Todo lo anterior se
abordará mediante el análisis de los dos poemarios iniciales de Adiós Muchedumbres, debido a que, del
primero al segundo, opera una diferencia significativa tanto en la mirada a la
ciudad como en el tratamiento estético. En Efectos
personales y dominios públicos la ciudad es una enorme plaza pública para
que los ciudadanos se integren, protesten o celebren sus victorias; igualmente,
abundan imágenes poéticas que sugieren libertad, dinamismo y vuelo. En cambio, en
Contravidas, al tematizarse
sutilmente el quiebre histórico generado en 1973 con la dictadura militar de
Augusto Pinochet, priman imágenes de reposo y resignación; además, la ciudad ya
no es el espacio de la colectividad: se pierde el sentido de integración;
estallan las soledades y el miedo.
Tanto el título del libro como el epígrafe inicial
(“a la inmensa y abrumadora mayoría de la población”) sugieren que para el
poeta es fundamental la pertenencia a una comunidad vital donde el sujeto
individual se convierta en colectivo. Él
vive los triunfos y caídas de su colectividad. Ironiza en sus textos líricos a
quien traza sus pasos desde un proyecto individual y, en aras de su propio
bienestar, se torna pasivo, indiferente y proclive al olvido. Precisamente, la vocación de olvido es atacada
en el prólogo titulado “El costo de la vida”. Tal nombre no opera como categoría comercial, sino como una
profunda categoría ontológica, de quien reconoce que el “ser en el mundo”-usando la expresión de Heidegger- tiene un valor
en términos de afirmación de la vida,
solidaridad, sospecha frente a
las lógicas de la civilización y, ante todo, compromiso con la memoria: “Aquí parado sobre un País que no sabe Adónde Va / y habiendo recorrido
buena parte del Libro de la Vida/ declaro: / Que he hecho público algunos
folletos de versos libres / en un momento que no existía libertad alguna a mi
alrededor” (Cuevas, 1989,
p. 5).
El
prólogo es una declaración de principios: la palabra poética no tranza con la
indiferencia o el temor. Frente a un poder hegemónico interesado en que la
gente no sepa hacia dónde va su país, está el poeta situado ante la historia,
señalando coordenadas de tiempo y espacio en sus poemas, es decir, no entregado
a la evasión, la conformidad o el silencio impune. Es el poeta que, sin
descuidar los valores estéticos, se asume como intelectual y busca el progreso
de la libertad. Por lo mismo, no acepta ser testigo mudo de lo que fue Chile en
los setenta y los ochenta. Recrea sutilmente horrores y resignaciones para problematizar
la memoria colectiva. El poeta-intelectual es impulsado por una “vocación para
el arte de representar” (Said, 1996, p. 31). Esta última condición lleva a que en Contravidas José Ángel Cuevas no se
reduzca a la evocación del fervor dionisiaco de los sesenta, sino que también rememore
la fractura de la historia y el sentido de colectividad en Santiago tras la
toma sangrienta de la Casa de la Moneda el 11 de septiembre de 1973 y la
instauración de una dictadura militar que por dos décadas provocó muertes,
desapariciones, exilios y, peor aún, miedos que derivaron en indiferencia. Por
eso el poeta se asume como “Un tipo
de la época”, título justamente de uno
de los poemas. Ahora bien, el mismo hecho de situarse en el
tiempo lo hace consciente del peligro, pero a la vez orgulloso de saberse “vivo”,
no ajeno a la esperanza y la utopía, tal como se evidencia en el prólogo:
Aquí estoy, Vivo, (perdón) con
las manos en los bolsillos o mano sobre mano bajo los edificios que tiran papel
picado sobre mi sombrero, pero dispuesto a emprender el viaje en el primer tren
que pase al Norte con mi V de la
Victoria, a la otra parte de esta cueca larga mi alma.
Quizás venceremos” (p. 6).
Ese posicionamiento (“Aquí estoy, Vivo”) es, siguiendo a Julia Kristeva
en Sentidos y sinsentidos de la rebeldía (1999), el acto de resistencia de quien, frente al poder normalizador que
torna a los ciudadanos en simples números o individuos, se afirma en la
existencia y aspira a representarla o, mejor aún, recrearla, en ese gran viaje
que es la escritura literaria. Se trata
de “atizar la llama” de la “cultura-rebeldía” (p. 23). Es, evidentemente, la
necesidad de transformación y de victoria que anima el prólogo. No en vano el
final es una consigna (“quizás venceremos”). Además, esa rebeldía lleva al
poeta a integrase a la muchedumbre y quebrar el espacio de la “alta cultura” para
dejar que en sus poemas se exprese lo popular: “Mi arte por llamarlo de algún
modo aspira a relacionarse con la fuerza de las cuecas zapateadas y llenas de
calentura (…) un rock pesado y honesto a la vez” (Cuevas, 1989, p. 6).
Desde el inicio del libro
el poeta se insinúa ante el lector heredero de la rebelión cultural y política
de los años sesenta, los cuales dejaron una huella y un espíritu de insatisfacción
que animan los actos del artista. Frente
al tiempo contestatario de esa generación donde existían “fuertes elementos
utópicos en el campo de las ideologías” (Casullo, 1999, p. 10), el poeta siente
nostalgia, incluso pesar de ver a sus compañeros de juventud convertidos en lo
que de jóvenes reprocharon: individuos dóciles y absorbidos por el trabajo,
buenos maridos que cumplen en el hogar y no les importa lo que pasa fuera de
sus casas. A pesar de la tristeza por lo perdido (los amigos desaparecidos, los
años de libre contacto sexual, la irreverencia y trasgresión en las costumbres)
subsiste en el poeta el espíritu inconforme de dicha generación, llevándolo a
que en su obra la rebeldía anteponga la “dignidad de una belleza” (Kristeva,
1999, p. 21) frente al miedo impuesto por Pinochet: “helicópteros militares que
pasan sobre mi cabeza” (Cuevas, 1989, p. 6).
Cuando en Efectos personales y dominios públicos se
vuelca la mirada a lo que representó los años sesenta es clave notar cómo, para
celebrarse la cultura rebelde de esa década, priman imágenes referidas al vuelo: “Volábamos / radioportátil en bluejeans casaquilla de cuero” (p. 9); “esa gloriosa onda de amor /que te agita como
ángel furioso y fascinado” (p. 13); “volábamos sobre una mezcla de dixieblue /
que los negros cantaban con corazón” (p. 13); “los instrumentos / llenaban el
cielo de rugidos y de lágrimas” (p. 14). Nada más adecuado a la intención de abordar
las implicaciones de un decenio con ansias de libertad que a través de imágenes
aéreas, pues estas insinúan dinamismo,
proyección, utopía, ruptura con todo lo que implica conformidad y materialismo. Si la revolución de los sesenta
era un grito de inconformidad contra la sociedad capitalista por convertir al
ser humano en mercancía, nada más conveniente que la voz del poeta en su “voluntad
de volverse aéreo, de romper con una materia rica o de imponer a las riquezas
materiales sublimaciones, liberaciones, movilidades” (Bachelard, 2006, p. 309).
El poeta otorga la posibilidad del vuelo, una “invitación al viaje” (p. 12).
Esta misma es la que se ofrece desde el prólogo antes citado: un viaje que es visita
a la efervescencia de los años sesenta, un recorrido por los setenta y ochenta
para dar cuenta de la mansedumbre de tantos chilenos que, habiendo sido
multitud (colectivo que se unía para movilizarse, disfrutar y sufrir juntos),
se dejaron convertir en suma de soledades (cuatro millones y medio de santiagueños
que poco hablan entre sí por temor a la delación). Esto último es lo que figura
en el segundo poemario de Adiós
Muchedumbres, donde las imágenes remiten a la indiferencia o contemplación
pasiva de quienes -parados en una esquina o asomados desde la ventana- ven
cruzar el mundo.
En Efectos personales y dominios públicos
la voz poética (dirigida a un “tu”, “hermano jack” o lector) maneja un tono de complicidad
y compañerismo; se integra a la multitud
para gozar la ciudad como espacio abierto y dar cuenta de cómo se quiebra el
orden social durante los sesenta. Los personajes del poemario atacan los
establecimientos donde se regula la existencia y se entregan a vivir su
sexualidad sin restricciones. Téngase en cuenta al respecto que el líder de los
chicos rebeldes que figura en varios poemas fue expulsado “por robar del Liceo
el libro de clases” (p. 12) y que el “yo” enunciador del poema disfruta el placer
de los sentidos en un encuentro casual
con una colegiala de quien ni siquiera sabe su nombre: “El corazón se agiganta y late / inolvidable circo mágico de ciegos / porque
tengo tu pequeño pudoroso sexo entre mis dedos / y te agitas y derrites tu boca
desconocida” (p. 13).
El anhelo de felicidad
conlleva a que el ser humano replantee
su relación con el cuerpo, con los demás
y la historia. Se disfruta la vida sin reducirse al “goce idiota” (Zizek, 2000, p. 213)
del consumismo donde la “persona es
patrimonial”. Este anhelo motivó en la década del sesenta “la rebeldía cultural
en el campo de las costumbres, de las normas y de los modelos de vida”
(Casullo, 1999, p. 172). De ahí que el rock y sus cantantes emblemáticos sean
convocados y celebrados en los intersticios textuales porque con ellos se identificaban
los jóvenes que se oponían a la autoridad de sus mayores: “Viejos: / Yo he
formado parte de esos desaliñados y locos del rock / Y bailé / Bailé con el
pelo absolutamente libre / por el puro gusto de echar a andar / la máquina” (Cuevas,
1989, p. 16-17). Quienes fundieron su
grito rockero con el de miles de chilenos victoriosos en las calles cuando su
selección ocupó un tercer puesto en el mundial de futbol de 1962 -“¡VIVA CHILE,
PATRIA DE FUTBOLISTAS, MIERDA!” (p. 10)- se enorgullecen de ser tachados como “ovejas
descarriadas” (p. 9), pues transgredían la moral a través de una sexualidad desaforada,
robando “manzanas del huerto de primavera” (p. 10) y fumando yerba envuelta en
cuadernos de estudio: “recibimos una fuerte paliza / por perversos malos hijos
y / andar fumando / medio a medio de los hechos con el / bolsón y los cuadernos
destrozados” (p. 11).
La lírica de José Ángel Cuevas cambia el tono al
momento de reconstruir cómo muchos de los que soñaron una vida libre de
ataduras están alienados por el trabajo, los asuntos domésticos y las verdades
oficiales que repiten los medios de comunicación. El presente del poeta al momento de la
escritura es una herida provocada por la añoranza de una felicidad que difícilmente
habrá de repetirse, donde la ciudad ya no ofrece un espacio para la comunión del hombre con la muchedumbre:
“Los Beatles nunca más llegaron a juntarse (…) Mis amigos no están; murieron,
se extraviaron, engordaron/ y uno que otro que anda por ahí, / está muy
ocupado” (p. 20). El poeta, incluso, le cede la voz a uno de estos seres abismalmente
cotidianos para que indique su devenir, tal como se percibe en el siguiente
fragmento del poema “El día cae por su propio peso”:
…Harina compré, fideos, sal
y una lechuga ya reseca,
Algún avión viejo circulaba entre las nubes
ecos de martillos por el cielo Sur,
(empiezan a levantarse las primeras fondas
de las Fiestas Patrias).
Mañana llega Julio Iglesias.
Mientras mis hijos vuelven de la escuela.
El día rueda silencioso
llevándonos a todos por la vida, cae
por su
propio peso (p. 21).
Desde
el título del poema se prefigura la rutina insípida, casi insustancial. El hombre
absorbido por la simple supervivencia. Lo que sabe del exterior es lo inmediato
e indoloro. A diferencia de otros personajes celebrados por el poeta que en el
furor de los sesenta estaban en sintonía con el mundo y les dolía los atentados
contra la libertad en Vietnam o en Checoslovaquia, este individuo apenas se
percata de una noticia de farándula: la llegada de Julio Iglesias. Esa
cotidianidad está astutamente ubicada en el
plano del lenguaje, en tanto el poeta otorga la voz a uno de los mismos
“afectados” para que desde su expresión
–poco sorpresiva, nunca rebelde en la construcción de imágenes, limitada
a las descripciones- de cuenta de la linealidad de sus actos. Es el lenguaje
ajustado a la atmósfera del poema y a la situación existencial del individuo
hablante. Éste se deja llevar por el día con mansedumbre pareciendo no notar
que, como declaró en varias ocasiones John Lennon, “la vida es aquello que pasa mientras estás ocupado en otros planes”.
El tipo de personaje que
figura en “El día cae por su propio
peso” figura una y otra vez en Contravidas.
Título sugestivo que posibilita esta pregunta: ¿Personas y hechos que atacan la
vida o individuos en contravía de la vida? Las dos opciones resultan válidas en
el poemario. Con relación a la primera condición de la pregunta resultan
sugerentes estos versos del poema “Un tipo de la época”, pues insinúan que la
vida colectiva en Chile fue quebrantada por el golpe de estado de 1973:
Setentaiuno chispazos de alegría colectiva.
Setentaidós, un fantasma recorre el territorio,
gente se congrega en plazas públicas.
Setentaitrés la ciudad estalla, no me pertenezco a mí
mismo.
Se hace un pesado silencio.
Cuatro, cinco, seis, estoy absolutamente solo
y miro las nubes
siete, ocho, nueve, borro de mi todo sueño etc., etc.
Ochenta y más, converso con los árboles.
Debo consignar alejamiento de Vásquez, Espíndola,
González,
Pérez y darlos por muertos para mí definitivamente (p. 31).
La
dictadura militar de los años setenta y ochenta implicó un atentando al cauce
de la vida: muchos desaparecidos y otros hundidos en el silencio y el anonimato.
Santiago de Chile dejó de ser el lugar donde
las personas se unían en muchedumbre a celebrar
(fiestas, cantos o goles) y protestar (la huelga que estalló en 1972)
para convertirse en ciudad de forzados solitarios, de quienes apenas, como
señala un verso, podrán hablar con los árboles, ya que el miedo impuesto por
los militares en el poder impidió la libre comunicación con los otros: “Soy un
ánima /no me atrevo a alzar la voz si alguien fuma en el bus. / Tampoco hablo
con desconocidos” (p. 32). Al respecto,
es clave el pensamiento de Soledad Bianchi cuando afirma que “la poesía de José
Ángel Cuevas gira en torno a un núcleo básico que es su real obsesión: la
pérdida de la comunidad” (2003, p. 169). En la misma línea, Óscar Galindo destaca
que en Adiós a las muchedumbres existe
una “nostalgia de un pasado escindido” (2004, p. 233), vehiculada desde “un
discurso que se posiciona desde la marginalidad, desde la lejanía de los
poderes para establecerse como contra-discurso” (p. 242).
La mutación de ciudad de
muchedumbres a ciudad de ánimas incomunicadas duele al poeta: saber que con quienes
se había compartido una década ahora están exiliados, muertos o callados en sus
casas y trabajos, contradiciendo con sus actos lo que juraron no ser cuando
jóvenes. No en vano, como si se tratara
de la “Balada de los ahorcados” de Francois Villon, el “Poema 3” es la voz de alguien colgado:
“Algunos han caído. / Otros partieron por Europa / Se jugaron el todo por el
todo. / Pero yo aquí colgado /abrazado a esta rama veleidosa / que día a día /
está a punto de quebrarse” (Cuevas, 1989, p. 23). Este hecho fundamental -la
idea de que mientras unos actuaron, otros se quedaron horrorosamente quietos-, permite
abordar el segundo factor que podría dar respuesta al título del poemario: la
existencia de individuos en contravía de la vida. Esto último es finamente
cuestionado pues la voz poética se encarna en algunos de ellos para evidenciar
el estado de pasmosa inmovilidad de quienes se conforman con su rol de
asalariado, padre o esposo, aquel que se queda “parado en una esquina/esperando
que suceda algo” (p. 25).
En definitiva, el poeta
que añora la rebeldía de los años sesenta, la vida en comunidad y la ciudad
como espacio de comunicación, interacción y hermandad, deja que la nostalgia opere
en sus construcciones poéticas mediante formas estéticas que transitan de lo
metafórico a lo conversacional. Así, en Efectos
personales y dominios públicos se da la
evocación del espíritu del rock, del tercer puesto de Chile en el Mundial de
Fútbol de 1962, de los jóvenes en sintonía con lo que ocurría en su medio, pero
también en el mundo. Aunado todo esto al erotismo y la sexualidad transgresora
mediante un tono de camaradería (el “yo” enunciador habla a otro al que
considera hermano) e imágenes poéticas que sugieren la idea del vuelo; por lo
mismo aspiración de grandeza, utopía, voluntad de transcendencia y libertad. Ahora
bien, el viaje emprendido por el poeta cambia su mirada y tratamiento estético
en Contravidas cuando se refiere los
años posteriores a 1973, en tanto el
lenguaje poético es ajustado a una expresión más descriptiva en la cual no
existe la voz amigable que habla a un “tu” con familiaridad. Igualmente, desaparecen
las metáforas del vuelo para dar paso a imágenes que remiten a estados de
resignación de seres que en Santiago se sienten extraños, solitarios y
silenciados por el miedo. No obstante, tal como sugiere el poeta en su prólogo,
de aquellos años rebeldes (los míticos sesenta) hubo de conservar el espíritu
crítico, un enorme sentido de humanidad y la voz de protesta contra el orden
establecido. El prólogo (“El Costo de vida”), al igual que los dos poemarios
formulados en términos de rebeldía (poemas que se dejan circular en oposición a
la dictadura de Pinochet), son una
afirmación de que en la creación de la belleza el poeta puede tener la
condición de intelectual para abordar
críticamente su sociedad y su tiempo.
Referencias
Bachelard, G. (2006) El aire y los sueños. México: Fondo de
Cultura Económica.
Bataille, G. (2001). La felicidad, el erotismo y la literatura,
ensayos 1944-1961. Buenos
Aires:
Adriana Hidalgo Editora.
Bianchi, S. (2003). “Una meditación nacional sobre una silla de
paja”: desde Chile, José Ángel Cuevas:
una poesía en la época de la expansión global. Revista de Crítica literaria latinoamericana, año XXIX, No. 58,
Lima-Hanover, 2do semestre, p.p. 159-163.
Casullo, N. (1999). Rebelión cultural y política de los ’60. Itinerarios de la modernidad. Buenos Aires:
Editorial Universidad de Buenos Aires.
Cuevas, J. (1989). Adiós
muchedumbres. Santiago de Chile:
Editorial América del Sur.
Galindo, Ó. (2004). Utopía y distopía en el contexto
político de la poesía chilena de fines del siglo XX. Raul Zurita y José Ángel Cuevas. Memoria,
duelo y narración. Chile después de Pinochet: literatura, cine, sociedad.
Edición a cargo de Roland Spiller, Titus heydenreich, Walter Hoefler y Sergio
Vergara Alarcón. Frankfurt: Vervuert, p.p. 231-248.
Heidegger, M. (2005). Arte y poesía. México: Fondo de Cultura
Económica.
Kristeva, J. (1999). Sentido y sinsentido de la rebeldía.
Literatura y psicoanálisis. Santiago de Chile: Editorial Cuarto Propio, p. p.
159-173.
Said, E (1996). Representaciones del intelectual. México: Editorial Paidós.
Zizek, S. (2000). Mirando al sesgo, una
introducción a Jacques Lacan a
través de la Cultura Popular. Buenos Aires:
Editorial Paidós.
Para
efectos de citación:
Gaitán Bayona, J. L. (2014).
Rebeldía y nostalgia en Adiós a las
muchedumbres, de José Ángel Cuevas. Revista
Ergoletrías. Volumen. 2, Universidad del Tolima, Semestre B de 2014, p.p.
13-18.