Por Jorge Ladino Gaitán Bayona
Profesor de Literatura de la Universidad
del Tolima, Colombia.
jlgaitan@ut.edu.co
Preámbulo
En Cartas a un joven novelista, Mario
Vargas Llosa señala que el alimento de la ficción es la propia existencia del
escritor; de ahí que lo compare con “el
catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a San Antonio en la novela de
Flaubert (La tentación de San Antonio).
El catoblepas es una imposible criatura que se devora a sí misma, empezando por
sus pies” (1998, p. 23). Ese “devorarse a sí mismo” tendría amplias
posibilidades, desde las vivencias hasta las lecturas que dejan huellas
profundas y obligan a la escritura. Atendiendo, a la vez, a la consideración de
que las buenas historias son un arte de seducción y provocación, el Nobel
peruano indica que, frecuentemente, narrar es efectuar un “striptease invertido” (p. 22):
Escribir novelas sería equivalente a
lo que hace la profesional que, ante un auditorio, se despoja de sus ropas y
muestra su cuerpo desnudo. El novelista ejecutaría la operación en sentido
contrario. En la elaboración de la novela, iría vistiendo, disimulando bajo
espesas y multicolores prendas forjadas
por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo.
Este proceso es tan complejo y minucioso
que, muchas veces, ni el propio autor es capaz de identificar en el producto
terminado esa exuberante demostración de
su capacidad para inventar personas y mundos imaginarios, aquellas imágenes
agazapadas en su memoria –impuestas por la vida- que activaron su fantasía, alentaron su voluntad y lo
indujeron a pergeñar aquella historia (p. 22).
Por
más que el autor oculte lo que de sí mismo tiene su ficción, hay huellas que
delatan su paternidad, como un examen de ADN, como los rastros de un asesino en
el cuerpo de su víctima. Tanto lo que se
ama y se admira, como lo que se detesta y se evita, late en la literatura.
¿Cuántos desajustes con la realidad y desencantos no han sido el caldo de
cultivo de las grandes creaciones de la humanidad? Al respecto Cioran indica
que “fracasar en la vida es acceder a la poesía” (1997, p. 126).
Habría
que tener en cuenta las consideraciones anteriores al leer El callejón de Cervantes (2011), novela del colombiano Jaime
Manrique, en la cual se recrea la vida de Cervantes, su amor desde niño por el
teatro, su gusto por la poesía y la figura de Garcilaso de la Vega, su exilio,
deambular por Italia, cautiverio en Argel y retorno a España donde la suma de
sus sueños truncos, su errancia y su memoria desembocarían en Don Quijote de la Mancha, obra curiosa
que juega una y otra vez con el asunto de la autoría: un narrador que cuenta
una historia, a partir de lo que un moro le ha traducido de los manuscritos
arábigos de Cide Hamete Benengeli, manuscritos en los que Don Quijote y Sancho
escuchan a personajes que, por alusión y referencia directa, dan cuenta de
Cervantes, de sus libros, de su cautiverio, de ser blanco de las burlas y
apropiaciones de un enigmático Alonso de Avellaneda. En fin, la literatura
frente a la vida como un búmeran poderosamente fiel en su eterno retorno, letal
y sublime en su nostálgico filo.
Si
al leer el Quijote pareciera que “Cervantes estuviera todo el tiempo entrando y
saliendo fugazmente de su propio libro” (Borges, 2005, p. 4) resulta atractivo
encontrar un colombiano entrecruzando biografía y novela para contar que el
Quijote empezaría a escribirse no en una cárcel española luego de que Cervantes
regresara del cautiverio (como se refiere en el prólogo de la primera parte de Don Quijote de la Mancha), sino tiempo
atrás, no desde las páginas sino desde las vivencias, cuando el autor español,
joven, enamorado y sediento de gloria, emprendiera en 1569 un viaje desde los
senderos de La Mancha a tierras extranjeras.
Entre
1569 que huyó Cervantes de España por una sentencia que lo condenó a diez años
de destierro y perder la mano derecha, y su retorno e instalación nuevamente en
tierra patria (irónicamente con la mano izquierda lisiada por la Batalla de
Lepanto contra los turcos) se generarían diversos diálogos interculturales y
aprendizajes en el arte de contar historias que derivarían en el clásico de
clásicos de la lengua castellana. La novela de Jaime Manrique cuenta el Quijote
antes del Quijote, un Quijote que se configuraría entre el periplo del hombre
que huye de su patria por no perder una mano y el que regresa a ese mismo lugar
con la otra mano hecha muñón, como si la mano izquierda sí supiera lo que hizo
la derecha y tuviera que pagar lo que la otra evade. Previo a la indagación de
estas cuestiones, resulta necesario realizar una suerte de entremés para
indicar algunos aspectos primordiales sobre el autor colombiano que se dejó
cautivar por Don Quijote y por el más famoso de todos los mancos.
Jaime
Manrique: De la diáspora propia y la ajena
Jaime
Manrique (Barranquilla-Colombia, 1949) llega a Nueva York en 1977 para tomar talleres
de creación literaria bajo la dirección de Manuel Puig en la Universidad
de Columbia. En dicha ciudad fijaría su
residencia desde 1980. Ese morar en una patria de nacimiento y en una patria de
adopción es una condición que mantiene también a nivel de lenguas, en tanto ha
escrito en español e inglés. En castellano publicó el libro de poemas Los adoradores de la luna (1975), la novela
El cadáver de papá (1978), Notas de cine: confesiones de un crítico
amateur (1979) y los libros de poemas Mi noche con Federico García
Lorca (1995), Mi cuerpo y otros poemas (1999) y Tarzán,
Mi cuerpo, Cristóbal Colón (2000). En inglés aparecieron originalmente sus
novelas Colombian Gold: A Novel of
Power and Corruption (1983, Oro
colombiano: una novela sobre poder y corrupción), Latin Moon in Manhattan (1995, Luna
latina en Manhattan), Twilight at the
Equator (1997, Crepúsculo en el
Ecuador), Our Lives Are the Rivers
(2006, Nuestras vidas son los ríos) y
Cervantes Street (2011). Esta última
traducida por Juan Fernando Merino bajo el título de El callejón de Cervantes. En inglés se publicó su libro de memorias
Eminent Maricones: Arenas, Lorca, Puig,
and Me (1999, Maricones eminentes:
Arenas, Lorca, Puig y yo). Entre sus reconocimientos se destacan el Premio
Nacional de Poesía Eduardo Cote Lamus en 1975 por su libro Los adoradores de la luna y el Premio Internacional a Libro Latino
como mejor novela histórica en el 2007 por Nuestras
vidas son los ríos (la cual, aunque publicada en el 2006, fue traducida al
castellano al año siguiente). Desde la década del ochenta se ha desempeñado
como profesor en la Universidad de Columbia.
Más allá del acto físico de migrar y sus implicaciones a nivel de cambio de marco
sociocultural, desajustes emocionales y nostalgias por tener un ser fracturado
en dos partes (la tierra que se deja y la tierra que se habita), habría que
pensar, además, en las posibilidades simbólicas e interculturales que brinda el
viaje. Este proporciona encuentros con otras sensibilidades estéticas y visiones
de mundo: “el viaje es una invitación al asombro (…) la fuente de energías, de
contenidos para transformar la cotidianidad pasando de la rutina desgastadora
al rito” (González Rodríguez, 1999, p.
23). Rito que, en el caso de Jaime Manrique, implica no sólo su enriquecimiento
cultural tras la llegada al contexto norteamericano, sino también los viajes
que, desde la propia ficción, emprende hacia la historia de la América Andina a
inicios del siglo XIX (en su novela Nuestras
vidas son los ríos, donde la protagonista es Manuela
Sáenz) y hacia Europa y África en
los siglos XVI y XVII, justamente por los espacios donde deambuló Miguel de
Cervantes Saavedra, el protagonista de su novela El Callejón de Cervantes.
El callejón de Cervantes: “La gloria como poeta o la gloria como
soldado”
A lo
largo de sus 350 páginas, El callejón de
Cervantes (2011) recrea con intensidad la vida de Miguel de Cervantes
Saavedra, un personaje problemático y apasionado cuya existencia estuvo marcada
por la aventura, la guerra, el exilio,
las traiciones y rivalidades con la sociedad literaria de su tiempo. Cervantes
se debate aquí entre “la gloria como poeta o la gloria como soldado” (Manrique,
2011, p. 21). Varias de las reflexiones que el protagonista establece frente a
ambos oficios donde intervienen el
honor, el talento y el ansia de reconocimiento, son afines a las digresiones
que figuran en el capítulo XXXVIII de la primera parte del clásico español
(“Que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las
letras”).
La novela
tiene al inicio una “Nota al lector”, donde
Jaime Manrique reconoce que “El
callejón de Cervantes es una novela sobre la vida de Miguel de Cervantes
Saavedra y sobre la apropiación que Alonso Fernández de Avellaneda hizo de la
primera parte del Quijote” (2011, p. 13). Se indica allí que el texto
narrativo, además de referencias y homenajes a autores célebres del Siglo de
Oro Español, tiene conexiones
intertextuales con Don Quijote de la
Mancha, el prólogo de las Novelas
ejemplares y algunas escenas del teatro cervantino.
La
novela se encuentra dividida en dos libros (a semejanza del Quijote) y en ellos
se intercalan dos niveles de narración, ambos en primera persona: una es la voz
de Cervantes y otra es la de un amigo
devenido en enemigo, Luis Lara, a quien
la ficción del colombiano le atribuye la autoría del Quijote apócrifo que se
publicara en 1614. Al final de la novela, el penúltimo capítulo, brinda, por
única vez, el testimonio de Pascual Paredes, un espía al servicio de Luis Lara.
Este último, según su sirviente-espía, a
pesar de su enorme fortuna, su nobleza y orgullo de ser cristiano viejo,
moriría solo, enfermo y desquiciado por sus celos frente a Cervantes, quien
habría de superarlo no sólo en las letras sino en el amor de una mujer
(Mercedes).
A
semejanza de la obra de Miguel de Cervantes Saavedra y su “en un lugar de La Mancha,
de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de
los de lanza en astillero” (2008, p. 27), la novela de Manrique también, al
inicio, presenta a su protagonista en esa misma zona de España:
Amparado por un cielo sin luna y con
las estrellas como única guía, cabalgaba por un sendero de La Mancha. Mientras
galopaba por la oscura planicie la angustia se agitaba en mi pecho como una
vela de barco que ondea en medio de la tormenta. Clavé las espuelas en el
caballo y con el látigo fustigué sus ancas. Mi montura resoplaba; el martilleo
de los cascos sobre el suelo guijarroso perforaba la quietud del campo manchego
haciendo eco en mi cabeza con dolorosa intensidad. Con gritos de “ale, ale”
incitaba a mi semental a que galopara más veloz, con la esperanza de
distanciarme del alguacil y sus hombres (Manrique, 2011, p. 17).
Sorprende
de entrada –y es algo que ha de conservar la novela- la poeticidad del lenguaje
(sus símiles, prosopopeyas e imágenes diversas). El estilo es ágil,
vertiginoso, con frases cortas y contundentes que dan nitidez a la atmósfera
y atrapan al lector, vehiculando una historia
de peligros y tensiones espirituales. La puerta de ingreso a la ficción de la
novela de Jaime Manrique es el Cervantes prófugo de la justicia en 1569. En una
riña de taberna había herido a Antonio Sigura, quien lo ofendiera diciéndole: “Su
padre es un apestoso judío y un
exconvicto, y su hermana es una puta” (p. 17). A la mañana la sentencia estaba
promulgada: “Perdería la mano derecha y sería desterrado del reino por diez
años” (p. 18). Cervantes no aceptó la pena: “Prefiero degollarme antes que
vivir como un inútil” (p. 20). No quedaba otro camino que la huida pues, ante
las autoridades, tenía una triple condición de marginal: poeta; de familia
pobre donde el padre fue presidiario y la hermana se hacía amante de hombres
ricos para obtener algunos bienes; y, para agravar la situación, era cristiano nuevo. Esta última condición equivalía a que en su tradición familiar había
sangre judía y, aunque desde generaciones atrás había abrazado el cristianismo,
no dejaba de ser vista en condición de
inferioridad por una España ultracatólica y contrarreformista que había
expulsado a los judíos desde el reinado de Isabel I de Castilla y Fernando II
de Aragón.
La
España de la época, tras quedarse con la fortuna de los judíos (uno de los sectores más dinámicos de su economía
y cuya expulsión sería, a posteriori, una de las causas de la debacle del
imperio), a quienes se quedaron y aceptaron el bautismo no dejó de señalarlos y
obstaculizarles las vías de ascenso social bajo el calificativo de cristianos nuevos, a diferencia de los cristianos viejos, aquellos que podían
demostrar que en su sangre no existían mezclas con judíos. De ahí la angustia del personaje “como una vela de barco que ondea en medio de
la tormenta” (p. 17), obligándolo a cabalgar por los senderos de la Mancha para
pasar a Sevilla y escapar, finalmente, con la ayuda de gitanos, a Italia. Se
consolaba pensando que “un poeta en España a menudo equivalía a ser un prófugo”
(p. 18). El moverse de un lado a otro, no tanto por causas voluntarias sino
forzosas, había sido constante desde la infancia: “Yo había estado en el camino
prácticamente toda mi vida. La mala cabeza para los negocios de mi padre había
forzado a nuestra familia a estar siempre de aquí para allá” (p. 20). Por eso,
no era tan anómalo que la negra suerte lo impulsara a huir, ya de no dentro de
España sino fuera de ella:
Me había convertido en lo que fueron
muchos de nuestros poetas: un exiliado, como mí idolatrado Garcilaso de la
Vega. Quizás mi destino se parecería al de Gutiérrez de Cetina, quien había
muerto de forma violenta en México; o tal vez terminaría como Fray Luis de
León, quien languideció por muchos años en una cárcel de Valladolid. O seguiría
los pasos de Francisco de Aldana, muerto en África combatiendo con el ejército
del rey portugués don Sebastián. Quizás en otro país, menos injusto, en un
lugar en el cual un joven pobre pero talentoso tuviese una oportunidad real de
avanzar en la vida, las cosas podrían ser diferentes para mí. Lejos de la
rígida sociedad española y de sus convencionalismos huecos, pomposos e
hipócritas (p. 21).
El exilio, una de las cargas más traumáticas del hombre
de todos los tiempos. Romper en forma
abrupta con lo que debiera ser la vida elegida y no la vida violentada. Cómo no
recordar a Edward Said cuando planteó que el exilio es “la grieta imposible de
cicatrizar impuesta entre un ser humano y su lugar natal, entre el yo y su
verdadero hogar: nunca se puede superar
su esencial tristeza” (2005, p. 179). Tristeza que no es sólo lo que se deja
atrás, sino también todo lo inesperado que sacude a quien ni siquiera estando
lejos de donde se siente amenazado estará ileso: Cervantes convaleciente dos
años en hospitales miserables de Italia tras las heridas durante la Batalla de
Lepanto; Cervantes cayendo, cuando iba de regreso a España, en manos de turcos que lo tendrían como esclavo cinco años
en Argelia.
El joven que imaginó su grandeza en tierras foráneas
apenas pudo disfrutar de unos años tranquilos en Italia sirviendo de secretario
al cardenal Acquaviva. Su gran error fue, justamente, abandonar la comodidad en
Italia para enrolarse en la Batalla de Lepanto. Entre el poeta y el soldado, el
segundo le hacía hervir la sangre. El día que perdiera su mano, ni siquiera
tenía por qué combatir puesto que su superior le ordenó que, a raíz de una alta
fiebre y vómito, podía quedarse bajo cubierta en la embarcación donde iba. Su
respuesta, no obstante, fue contundente: “-Vuestra merced- le dije al capitán
Murena-, yo me uní a las fuerzas del rey para cumplir con mi deber, y
preferiría morir por Dios y por España que sobrevivir a la batalla sin haber
combatido” (p. 88). El heroísmo y el honor que derivan de la frase del
personaje no son exclusiva invención del escritor colombiano, sino que
corresponden –con diferencias de tono y del registro en la lengua castellana- a
testimonios escritos que existen en archivos históricos, tomados un 17 de marzo
de 1578 a varios alféreces españoles que estuvieron a bordo de La Marquesa, quienes presenciaron el
discurso y el coraje de Cervantes (léase, por ejemplo, Cervantes, biografía razonada, de Manuel Lacarta, 2005).
Lo anterior demuestra que Jaime Manrique se nutrió
de una rica base enciclopédica que le
permitió aproximarse al contexto
histórico de la obra y a los consensos que han trazado varios biógrafos de
Cervantes. Obviamente, muchas de las circunstancias de la novelas son
recreaciones de biografías, otras son
invención del novelista. La ficción y lo que podría denominarse la “posible
realidad” tienen acá fronteras difusas. Lo fundamental es que el lector se
sumerge en el mundo narrado, suspendiendo toda incredulidad y sintiendo la
historia contada como verosímil, no una narración postiza donde las acciones se
convierten en excusa simple para conocer la vida del autor de Don Quijote de la Mancha. El texto
novelístico es ameno en su relato, bello en su tratamiento artístico y en su
entramado intertextual (no sólo con la obra de Cervantes sino con poemas
diversos del Siglo de Oro Español).
Ahora bien, retomando el capítulo donde Cervantes no
rehúye el combate, las páginas donde se cuentan las horas previas, el
enfrentamiento con los turcos y una victoria ruidosa de la que cientos de
españoles quedarían lisiados, resultan cautivantes por el nivel de visibilidad
que logra la palabra. Se narran con nitidez las tensiones, los movimientos de
las naves de ambos bandos, los disparos cruzados y los combates cuerpo a cuerpo
cuando los españoles abordaron las galeras otomanas, combates en los que
Cervantes se sentía invadido por una fuerza sobrenatural que embravecía su espíritu: “Me convertí en
millares de hombres, invulnerable, tan alto y temible como los cíclopes” (Manrique,
2011, p. 90). En medio de su frenesí llegarían los proyectiles que le
recordarían su fragilidad humana: “Ya había dado muerte a un buen número de
turcos cuando un disparo destrozó por completo mi mano izquierda, dejando
salidos y al descubierto los huesos [...] Luego un impacto en el pecho me envío
hacia atrás con pasos vacilantes” (p. 91). La escena luce, en dichos instantes,
como uno de los posibles embriones de lo que vendría a ser el discurso de las
armas y de las letras en el capítulo XXXVIII de la primera parte de Don Quijote de la Mancha: “…Sin saber
cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los
valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizás huyó y
se espantó del resplandor que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina)”
(Cervantes, 2008, p. 397).
Tras la penosa recuperación en Italia de la que quedaría
con la mano izquierda lisiada, llegaría un infierno peor meses después, cuando
corsarios argelinos atacaron la nave donde su hermano y él arribarían a suelo
patrio. Fueron cinco años como cautivo en Argel, “capital de la trata de
esclavos en el norte de África” (Manrique, 2011, p. 108). Sufrió hambre, humillaciones y la violencia del
desierto cuando de día debía procurarse el alimento antes de retornar
encadenado a la Prisión Baño Beylik. Pensaba que “el tiempo, con su paso de
caracol, era el instrumento de tortura más pernicioso” (p. 164). Todo el horror
de un hombre reducido en su libertad se cuenta con precisión en los detalles. Hasta
los elementos naturales lucen como
verdugos encargados de afectar la dignidad de los cautivos: el calor del día y
el frío de la noche en el desierto se sienten en el relato como si las palabras
pudieran quemar y luego helar.
En medio de la devastación moral, las penurias del exilio
mutado en esclavitud, la novela plantea que ante la tragedia la única redención
posible era el arte: los poemas que inventaba Cervantes y sus descubrimientos
de insólitas formas de narrar por parte de “contadores de historias turcos en
el souk” (p. 166). No dejaba de cautivarlo que las pocas monedas que juntaban
los esclavos se las daban a los contadores de relatos turcos y árabes que, como
si fueran hijos de Sherezada, eran capaces de espantar por un rato la barbarie
y la miseria. Ellos narraban amores que desafiaban convencionalismos, aventuras
inolvidables y hechos mágicos. Preciso es recordar que, aunque Las mil y una noches solo se conociera
en Occidente hasta 1704 publicada en sus seis volúmenes por Antoine Galland,
muchos de los relatos allí contenidos circulaban en Oriente desde el Medievo.
La imagen de contadores de historias en medio del desierto había obnubilado ya
en la antigüedad al mismo Alejandro
Magno, según refiere Jorge Luis Borges en su conferencia “Las mil y una noches”, incluida en el libro Siete Noches (1998).
La novela de Jaime Manrique sugiere que Cervantes,
gracias a esas vivencias duras que a la vez otorgaban aprendizajes literarios,
configuró una sensibilidad especial para lo que sería su obra cumbre. Como
español y cristiano nuevo tenía el conocimiento de algunas tradiciones
literarias del Barroco (desde el teatro de corrales, mística y ascética hasta
la picaresca). Como hombre que estuvo en tierras de árabes y turcos descubrió sensibilidades
estéticas a las que no importaban las camisas de fuerza de los géneros
literarios, sino hechizar y seducir con
la palabra, narrando y versificando a la vez. Como hombre en el que sus
ancestros eran judíos tenía la convicción de que, en medio de peregrinajes y
exilios, la única morada digna era la palabra y el libro. Además, tal como
indica Manuel Lacarta en Cervantes,
biografía razonada, ser descendiente
de judíos conversos “resultó un hecho determinante tanto en su vida como a la
hora de optar por una literatura inspirada por otros criterios que la
literatura dominante: el romancero o los libros de caballerías” (2005, p. 23). Esa
capacidad que tiene Cervantes de incluir en Don
Quijote de la Mancha agudos pasajes de crítica literaria (sobre todo el
diálogo entre el cura y el barbero en el escrutinio de la biblioteca del
ingenioso hidalgo) es propio de un autor con una buena formación cultural y, en
este sentido, hay que tener en cuenta que “los judíos conversos pertenecían en
la España del Siglo de Oro a una minoría culta y muy activa intelectualmente”
(p. 23).
En El Callejón de
Cervantes la ficción juega a inventar que en la época de cautiverio el
protagonista conocería a Sancho Panza, a quién inmortalizaría décadas después
en su obra: “Muchos años después me di cuenta de que gracias a mi
encarcelamiento en Argel había conocido a mi segundo más famoso personaje de
ficción” (Manrique, 2011, p. 165). Su primer más famoso personaje de ficción,
en todo caso, no sólo era un héroe paródico para burlarse de las novelas de
caballerías, sino que también tenía mucho de la piel aventurera de su propio
creador, de las empresas quiméricas del padre de Cervantes, de tantos utopistas
queriendo demostrar que, aunque los tiempos de los cañones eran raros y
adversos, todavía existía espacio para el amor, la ensoñación y las ganar de
enderezar entuertos. Tras las prendas y curiosa armadura de don Quijote estaban
las huellas del hombre que detestaba el encierro, quien transitó por los
senderos de la Mancha, dentro y fuera de fronteras españolas. Dice Sancho Panza
en la primera parte de Don Quijote que “cada uno es hijo de sus obras”
(Cervantes, 2008, p. 489) y los personajes de ficción no escapan a esta
consideración: Don Quijote es hijo de Cervantes, de sus migraciones, sus
aprendizajes, interacciones con el mundo, sus desencantos y esperanzas. Harold Bloom en El canon occidental resalta al respecto
que “ningún escritor ha establecido una relación más íntima con su protagonista
que Cervantes” (2002, p. 142). Por eso
“Don Quijote, al igual que los judíos y los moros, es un exiliado, pero a la
manera de los conversos y moriscos, un exiliado interior. Don Quijote abandona
su pueblo para buscar su patria espiritual en el exilio” (p. 144). Lo de don
Quijote era también cuestión de vida o muerte; lo mejor que le pudo pasar a
Alonso Quijana fue su locura y sus ganas de romper con el encierro para
asemejarse a los personajes de sus novelas de caballerías, pues, de lo
contrario, hubiese sido el mismo viejo cincuentón, soltero y virgen esperando
en su hacienda la piedad de la muerte. A ésta ha de rebelarse como Don Quijote.
De ahí que Unamuno postule que “su locura es una cruzada contra la muerte”
(citado por Bloom, 2002, p. 141), una locura con ansias de caminos, de
libertad, de heroísmo, de bondad e intenciones mesiánicas de redimir en su
figura a todos los amantes de la literatura porque él ha de ser, como indica el
poeta español Pedro Salinas, “Santo Patrón de los lectores” (citado por Del
Paso, 2004, p. 166).
El Quijote, de acuerdo con la ficción de Jaime Manrique,
tenía mucho de Cervantes y de su padre, pero también de un pariente de su
esposa Catalina Palacios, llamado Alonso Quijana, quien había enloquecido “de
tanto leer libros de caballería” (Manrique, 2011, p. 294). A Quijana, como al
Manco de Lepanto, los culpaba la familia de la esposa de Cervantes de vagos,
desinteresados por los asuntos de la hacienda y dilapidadores del tiempo en la
lectura. En la novela, la suegra de Cervantes lo insulta comparándolo con
Alonso Quijana, cosa que, en vez de ofender al yerno, lo exaltaba pues habría
de escribir sobre él, homenajeándolo, homenajeándose:
Era como si hubiese empezado a transformarme en Alonso Quijana,
a convertirme en su doble, al igual que, estaba seguro, yo tendría mi doble en
algún lugar de la tierra en este mismo instante, y tendría uno –no, uno no,
sino legiones de ellos- en el futuro, en los siglos por venir, que pensarían,
sentirían y soñarían como yo (p. 303).
Quijana es visto como una suerte de aleph borgesiano que
contendría a Cervantes y a hombres de todos los tiempos, sean estos aventureros
o lectores. Ese Alonso Quijana es otro
personaje más de los que pasó de la realidad a la ficción (con algunas
mutaciones en el trayecto). Expertos cervantistas como Luis Astrana Marín
–autor de Vida ejemplar y heroica de
Miguel de Cervantes Saavedra- y Francisco Rodríguez Marín –autor de
múltiples artículos y prólogos a Don
Quijote de la Mancha- señalan que uno de los embriones de la novela de
Cervantes fue Alonso Quijana, quien era el tío de la esposa de Cervantes y cuya
casona [1] (donde residió el matrimonio
Cervantes) se encontraba en Esquivias, población pequeña donde vivió varios
años el autor de Don Quijote de la Mancha
(actualmente es un ayuntamiento de Toledo). El Hidalgo Don Alonso Quijada
Salazar, poseía tierras en Esquivias, lo obsesionaban las novelas de
caballería, enloqueció y, tras recuperar la “razón”, terminó sus días como
fraile. Los expertos en la obra de Cervantes señalan que el novelista, para
evitar el encono de la familia de su esposa, evitó poner a su personaje
ficcional el nombre completo del hidalgo de Esquivias, por lo cual optó por dar
al Alonso ficcional un aura de incertidumbre, pues al fin de cuentas lo que
importaba, más que su apellido, era la historia que provocaba: “Quieren decir
que tenía el sobrenombre de 'Quijada' o de 'Quesada', que en esto hay alguna diferencia en los autores
que de este caso escriben, aunque por con conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana”
(Cervantes, 2008, p. 28).
Ahora bien, retornando a ese “segundo más famoso
personaje de ficción” (Manrique, 2011, p. 165), en El callejón de Cervantes Sancho es, como en Don Quijote de la Mancha, la encarnación del humor, de la sabiduría
popular y de la amistad sin orillas. Sancho, también prisionero en Argel, es
quien enseña a sobrevivir a Cervantes. Éste reconoce: “Sancho fue como un Virgilio
para mí” (p. 156). Los amigos separados por el desierto en uno de los intentos
fallidos de fuga habrán de reencontrarse décadas más adelante, cuando ambos ya
están en suelo español. Sancho le agradecerá el que lo hiciera parte de la
ficción. Será, además, quien lo azuce
para que se apresure a sacar la segunda
parte de Don Quijote de la Mancha:
Sin
tardanza, mi viejo y querido amigo, es menester que le urja a continuar las
aventuras de Don Quijote. Póngalo en camino a Zaragoza, montando a Rocinante,
el caballo más noble de todos los que han existido. Y casi no me importa si lo
hace conmigo o sin mí como escudero. Digo todo esto, don Miguel, no porque
tenga hambre de mayor fama, sino porque esa grave injusticia cometida contra
usted por ese ladrón infame, el maldito de Fernández de Avellaneda, debe ser
resarcida (p. 307).
Ese
misterioso Alonso Fernández de Avellaneda que publicara en 1614 su libro Nuevas andanzas del ingenioso hidalgo Don
Quijote de la Mancha y que tanto ha obnubilado a críticos literarios,
historiadores y paleógrafos que han tratado de descifrar qué persona real se
ocultaba tras ese seudónimo [2], ocupa buena parte de las páginas de la novela
de Jaime Manrique, la cual, como se indicó anteriormente, maneja dos niveles de
narración en primera persona: la voz de Cervantes y la de Luis Lara (quien empleara
el seudónimo de Fernández de Avellaneda).
Luis
Lara corresponde a una invención del autor colombiano. El personaje es un
aristócrata y castellano viejo, el cual, por los celos de saber que su esposa estaba
enamorada de su amigo Cervantes, dedica su existencia a intentar arruinar los
proyectos del otro. Es quien, gracias a sus dignidades burocráticas y al favor
de la Corona, le impide a Cervantes que obtenga una pensión como herido de
guerra tras su liberación y retorno a España. Mueve además influencias para impedirle
viajar y trabajar en Cartagena de Indias. Llega, incluso, a contratar un espía
que sigue al escritor cuando éste es recaudador de granos para los soldados de
la Armada Española. Su odio acérrimo contra Cervantes lo llevaría a sacar un
libro sobre don Quijote bajo la pretensión de superar al original. Desconocía
que su afrenta lo que haría sería provocar una bella y contundente segunda
parte de Don Quijote de la Mancha, donde Cervantes se da el lujo de burlarse de
Fernández de Avellaneda y de algunos de sus personajes (que son confrontados directamente por don
Quijote y Sancho Panza). El ladrón había resultado robado por su enemigo, su
libro apócrifo permanecería apenas como una curiosidad literaria.
En
la ficción de Jaime Manrique, Luis Lara perece por los mismos días en que
fallece su rival, inmensamente rico pero lleno de envidias y resentimientos. En
cambio Cervantes, aunque pobre y auxiliado por las monjas del Convento de
Trinitarias Descalsas, morirá presintiéndose destinado a la inmortalidad. Ya su
obra era leída en varias latitudes y vislumbrará que en el futuro las
generaciones se identificarían con su Quijote. El último capítulo de El Callejón de Cervantes (titulado “El
final: 22 de abril de 1616”) resulta bello en su prolepsis: mientras Cervantes
agoniza y recibe la extremaunción, sueña que será tal su gloria que, siglos
adelante, un hombre “logrará escribir el mismo exacto Don Quijote” (p. 350).
Cervantes soñando a Pierre Menard, prefigurando a Borges, soñando otro sueño
donde otro escritor, como él, hará literatura de la literatura, la literatura
como palimpsesto, como arte de la memoria, en el que “todos los libros son un
vasto Libro, un solo Libro infinito” (Genette, 1989, p. 497).
Notas explicativas
[1 ] La casona donde residió el
Hidalgo Don Alonso Quijada Salazar y donde viviera el matrimonio Cervantes fue
Inaugurada como Casa Museo Cervantes en diciembre de 1994. Para mayor
información al respecto puede visitarte la página del Ayuntamiento de Esquivias: http://www.esquivias.org/galeria/casa_cervantes.htm
[2 ] Martín de Riquer, desde la
década del sesenta del siglo XX, postuló en varios textos que el posible autor
oculto tras el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda es Gerónimo
Pasamonte (un soldado compañero de Cervantes y autor de una autobiografía),
quien se había indignado de que Cervantes lo refigurará poniéndolo como bandido
en la primera parte de don Quijote bajo el nombre de Gines de Pasamonte. Como
una suerte de venganza, atendiendo a planteamientos de Riquer, Gerónimo de
Pasamonte habría publicado Nuevas
andanzas del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Riquer, incluso, se atreve a trazar
afinidades de estilo entre la autobiografía de Pasamonte y la novela apócrifa.
No obstante, también existen otras posibilidades frente a quién sería el hombre
bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda: “Hay quien lo identifica
con Ruíz de Alarcón o Tirso de Molina; con Francisco de Quevedo o Alonso de
Castillo Solórzano; con Paravicino, López de Ubeda, con el mismísimo confesor
del rey, el padre Aliaga; con Blanco de Paz o con el propio Miguel de
Cervantes” (Lacarta, 3005, p. 241).
Referencias
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Alou (trad.). Barcelona: Editorial Anagrama.
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Cervantes. Sololiteratura.com.
Recuperado de http://sololiteratura.com/bor/bormientranable.htm
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Emecé Editores.
Cervantes, M. (2008). Don Quijote de la Mancha. Lima: Punto de Lectura, Santillana.
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La literatura en segundo grado.
Madrid: Taurus.
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callejón de Cervantes. Bogotá: Alfaguara.
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viaje. Cinta de Moebio(6).
Universidad de Chile, Recuperado de www2.facso.uchile.cl/publicaciones/moebio/06/gonzalez02.htm
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ensayos literarios y culturales.
Ricardo García Pérez (trad.). Barcelona: Debate.
Vargas Llosa, M. (1998). Cartas a un joven novelista. Bogotá: Ariel.
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Este artículo fue presentado como
ponencia en:
X Jornadas Andinas de Literatura
Latinoamericana (JALLA, 2012), Cali-Colombia, 31 de julio de 2012 de 2012.
XXVII
Congreso Nacional y I Internacional de Lingüística, Literatura y Semiótica,
organizado por la Universidad Pedagógica y Tecnológica, Tunja-Colombia, 10 de octubre de 2012.
Ciclo de Conferencias del Área de Literatura de la Facultad de Educación de la Universidad del Tolima, Ibagué-Colombia, 22 de octubre de 2012.
Ciclo de Conferencias del Área de Literatura de la Facultad de Educación de la Universidad del Tolima, Ibagué-Colombia, 22 de octubre de 2012.