Por Juan Guillermo Álvarez Ríos
¿Por qué te extrañamos, si somos polvo en
el viento? ¿Por qué, si fuiste tan sólo un grano de polvo flotante en la
inmensidad de las galaxias?
Baladas líricas, tristes (“algo de treno
ocultarán mis epitalamios”), de exorcista y viajero a
la tierra de los muertos, baladas de amor trunco, de la cárcel de Reading y el
Nevermore del cuervo, de lunas amordazadas en fila india en una Nueva York que
te conmina a seguir, que refluye sobre tu dolor, Yoko, y exacerba tu soledad no
digerida, es el formato dúctil que elige Jorge Gaitán para ponernos de presente
que el Beatle por antonomasia nos fue arrebatado pero no ha sido olvidado.
Gracias, Gaitán, tus baladas para el ausente eran esperadas tácitamente por muchos de nosotros, más bien un puñado de insomnes que amamos a John Lennon y nos quedamos con su música. Que fuimos vapuleados aquella noche del ocho de diciembre del ochenta (no veremos el ochenta de otro siglo), sin que estuviéramos preparados para decirle adiós, y que lo echamos de menos desde entonces.
Los cuarenta años de tu carne son menos de los que cualquiera de tus fans tiene ahora, John. El tiempo nos ha rasado en cuarentones y nos iguala a ti, el ausente: “los fantasmas no envejecen, / llevan la edad de su muerte”. Yesterday es más espanto que nostalgia para Yoko, aunque quiera demorarse en un arte que te recree: “Quiero dibujarte, / desnudar tus lentes para que tus ojos corran, / perros hambrientos en la noche exacta de mi vientre. / Te regalo mi cuerpo, / guitarra en la lluvia de tus dedos. / ¡Desata mis cuerdas, la banda sonora de mis nervios!”
Pero cómo ser más conscientes de la pérdida que del modo íntimo y minucioso de la poesía encarnada en tu mujer, en tu musa oriental: “Ofrenda o jauría, siempre habré de esperarte”. Eurídice no te trajo de vuelta (“si pudiera escapar a otra música, a otro infierno”), pero viajamos su viaje, su conjuro de tu mala muerte, y regresamos respirando mejor. Pero tú no vuelves con nosotros (“a esta herida no la cura el regreso”). Eurídice volverá a Orfeo para quedarse con él: “A tu muerte llevaré mi muerte”. Yoko-Virginia Woolf-Scherezada-Dido-Cleopatra-Ofelia: el deseo y la muerte, uno en todas.
La música doma las fieras pero no es la profilaxis adecuada contra la locura. “También el silencio es una canción sin orillas”. Las baladas conjuran tu dolor pero no perturbarán tu silencio. Sin embargo, sí conjuran el nuestro, nuestro silencio de estupor que quiere tejerse despacio, hacer su figura y comprenderla. Porque no estamos rotos como tú, la onda expansiva de la brutal bola de nieve no nos toca apenas, a ti te da en pleno pecho, escolar del cosmos, demasiado sensible por amor, demasiado su pan y su sombra, regazo de John, para no ser destrozada, talada desde abajo.
Baladas derramadas sobre tu dolor como el bálsamo de todo gran arte, cuyo efecto se consigue por vía de la desaceleración. El ralentí del arte es nuestro corazón que te recobra, es el nunca cotidiano lamento de Yoko en los lugares compartidos, en la piel que es lugar de privilegio y exacerbación, ese desandar los pasos de ambos para propiciar tu adiós, el adiós que ustedes dos hubieran preferido y no se dieron.
Porque “no elegimos el final, / las formas
de la ausencia, / las palabras que nos nombran.” Las palabras que hacen eco de
otros momentos en latitudes diversas y con protagonistas extraños: “es como el
dolor que aprende a sobrevivirse” nos recuerda al remate de El Proceso, de
Kafka: “y fue como si la vergüenza hubiera de sobrevivirlo”.
Ars poética o modus operandi
En un gesto de prístina poesía, Gaitán devuelve a la mujer la facultad de nombrar y cantar, de conjurar los muertos y dolerse de un mundo despojado de su majestad matriarcal; la mujer da nombre a su hijo y dice adiós a los que parten. Y responde a la pregunta esencial de la poesía (¿qué queda de las personas amadas?): “Sólo quedan tus canciones, / morar tu voz, / la sombra de tus dedos en el piano.”
El Preludio nos ofrece a una Yoko envuelta en una atmósfera hamletiana (“todos los días son ocho de diciembre y estás aquí”), luctuosa, vindicatoria y fantasmal. Lennon vuela al revés por las páginas del libro que lo conjura, mansión virtual desde la que Yoko canta. Baladas, poemas líricos de claras imágenes y destinatarios fantasmales, que nos dan lo que de otra forma es imposible: encerrando en palabras el ser del otro, abriendo su alma para que entremos en escenarios impensados y sin embargo familiares, para que la parcela de lo humano se ahonde y el dolor fructifique en algo que se pueda llamar nuestro.
Porque no nos es dado pedir (“¡Oh John, si volviéramos como las flechas/ que nunca partieron!”). No es hora de espejismos: los dioses nunca fueron y el cuerpo que se sabía guitarra se mira guijarro, la música -que no nos salvará- es todo lo que tenemos para volar.
Esta reseña de Juan Guillermo Álvarez Ríos sobre el libro de poemas Baladas para el ausente, de Jorge Ladino
Gaitán Bayona, fue publicada el 14 de Julio de 2013 en La crónica del Quindío. Disponible en: